En una cultura tan hipersexualizada
como la occidental, en la que la religión ha perdido mucha de su
capacidad de control sobre la sexualidad de las personas, con cantidades
ingentes de todo tipo de pornografía gratuita al alcance de un clic,
multitud de aplicaciones móviles de ligue, métodos anticonceptivos
accesibles, en la que se practica habitualmente el sexo esporádico fuera
de las relaciones de pareja… las violaciones siguen estando a la orden
del día. En España se denuncian cada año 1.200 violaciones, y si tenemos
en cuenta que se estima que solo el 5% de las mujeres agredidas se
atreven a denunciar, la calculadora salta por los aires. Solo en la UE
en el año 2015 se registraron 215.000 delitos de agresión sexual.
Atribuir un problema social de tal magnitud a una supuesta represión
moralista o a la fogosidad insatisfecha por falta de sexo sería como
mínimo intelectualmente deshonesto. Tampoco el discurso de que quienes
violan son monstruos excepcionales, unos cuantos perturbados, es
suficiente para abarcar un fenómeno de depredación sexual tan extendido.
Sin necesidad de mentar a la bicha (SÍ, EL PATRIARCADO), cualquier observador algo atento puede advertir una tendencia, un patrón que se repite, una cuestión estructural. Las circunstancias fortuitas de una noche de fiesta que se desmadró o la mala suerte de tener un delincuente sexual recurrente en el vecindario no sirven para explicar un grave problema de índole social. Dados los alarmantes datos, y a la luz del hartazgo generalizado de las mujeres, que se están organizando a nivel internacional para la jornada de huelga feminista del día 8 de marzo, y que se ha visibilizado hasta en los estamentos más privilegiados y cercanos al establishment, como es la industria cinematográfica de Hollywood; deberíamos tener a profesionales de todas las disciplinas y a los cargos públicos investigando frenéticamente sus causas y analizando la forma política de atajarlo. A la opinión pública y su reflejo mediático presionando para ello. Sin embargo, ¿qué tenemos? Un incesante goteo de manifiestos, columnas y declaraciones hablando de “puritanismo”, “moral victoriana”, “galantería”, “seducción”, “derecho a importunar”, de que el “deseo sexual”, “la libertad sexual” o el “sexo divertido” están bajo amenaza.
Sin necesidad de mentar a la bicha (SÍ, EL PATRIARCADO), cualquier observador algo atento puede advertir una tendencia, un patrón que se repite, una cuestión estructural. Las circunstancias fortuitas de una noche de fiesta que se desmadró o la mala suerte de tener un delincuente sexual recurrente en el vecindario no sirven para explicar un grave problema de índole social. Dados los alarmantes datos, y a la luz del hartazgo generalizado de las mujeres, que se están organizando a nivel internacional para la jornada de huelga feminista del día 8 de marzo, y que se ha visibilizado hasta en los estamentos más privilegiados y cercanos al establishment, como es la industria cinematográfica de Hollywood; deberíamos tener a profesionales de todas las disciplinas y a los cargos públicos investigando frenéticamente sus causas y analizando la forma política de atajarlo. A la opinión pública y su reflejo mediático presionando para ello. Sin embargo, ¿qué tenemos? Un incesante goteo de manifiestos, columnas y declaraciones hablando de “puritanismo”, “moral victoriana”, “galantería”, “seducción”, “derecho a importunar”, de que el “deseo sexual”, “la libertad sexual” o el “sexo divertido” están bajo amenaza.
La conversación en los medios de
comunicación gira en torno al sexo aunque la violación no es una
relación sexual, es una imposición de poder. No tienen nada que ver las
conductas de acoso y las violaciones con un impulso sexual incontrolable
o una necesidad de sexo que no ha podido satisfacerse por otra vía que
la de forzar a una mujer. Esta es una de las enseñanzas más valiosas del
feminismo y del análisis de la realidad con perspectiva histórica de
género. Cuando un hombre viola a una mujer, no es porque se sienta
atraído por ella, no es ella la que le provoca excitación sexual, es el
hecho de ejercer su poder sobre ella, de someterla y humillarla, lo que
le excita. Por eso carece de relevancia el aspecto de la víctima, qué
decía, cómo vestía, cómo actuaba, si se había mostrado amable o cortante
con el agresor, si le había sonreído, susurrado o acariciado un brazo.
El acoso y la violencia sexual no operan en el campo de la seducción, el
deseo o el placer sexual, sino que se mueven en la esfera de la
dominación masculina, del ejercicio de poder. Fue a ella, pero podría
haber sido a otra, cualquiera.
- El falso dilema pro-sexo vs anti-sexo
En una actitud similar a la de las
sectas religiosas antiabortistas, que ante la lucha feminista por el
aborto libre y legal se empeñaban en situar el debate en términos de
“pro-vida” o “anti-vida”, la reacción al movimiento feminista en contra
del acoso y la violencia sexual se esfuerza en crear un falso dilema
entre partidarios del sexo y contrarias a él. La lucha por la autonomía
reproductiva de las mujeres se convertía en aquel marco en una guerra
contra la reproducción en sí misma y la vida de bebés imaginarios
(recordad, un feto NO es un bebé), y ahora la lucha por la autonomía
sexual de las mujeres se convierte en una guerra contra el sexo y las
relaciones sexuales también imaginarias (recordad, una violación NO es
una relación sexual).
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