viernes, 26 de enero de 2018

Un verano para toda la vida

En el verano de 1993 yo también tenía seis años, como Frida. Disfrutaba con las mismas cosas que ella: desgañitándome al cantar “Toma Mucha Fruta” de Bom Bom Chip, persiguiendo al malvado junto a D’Artacan y los Tres Mosqueperros, jugando con mi hermana a imitar a los mayores y grabando chorradas en mi primer casette, el de Fisher-Price. Aquel verano de Frida podría ser a simple vista el mío o el de cualquier otra niña, un verano más de correr entre las piernas de las parejas que bailan agarradas en la verbena del pueblo, de esperar ansiosa cada tarde a que pase el tiempo reglamentario de digestión para zambullirte en el mar o la piscina, de sentarte a ver cómo mamá forra los libros nuevos antes de que empiece el cole.


Frida y su prima Ana jugando con la grabadora de Fisher Price


El verano en que la vida de Frida cambió para siempre, en que murió su madre y vio cómo vaciaban la casa en que vivió con ella desde que nació, en el que dejó su barrio y a sus amigos atrás, su familia se empeñó en que ella viviese un verano normal y corriente, como otro cualquiera, como si no hubiera pasado nada. Que Frida volviese a tener un papá y una mamá, y ahora incluso una hermanita pequeña con la que entretenerse para olvidar, que tuviese de nuevo un hogar y un cuarto en el que colocar con mimo sus muñecas. Pero sí que pasaba algo, claro que pasaban muchas cosas. Que aquellos eran sus tíos y no sus padres, que no sabía cómo compartir su espacio con una prima convertida en hermana improvisada, que aquella casa en el campo no era su sitio, que le daban miedo las gallinas y no sabía diferenciar las coles de las lechugas, que no le gustaba beber leche fresca. ¿Qué hacía ella allí? ¿Por qué fingía que nada había cambiado si había cambiado todo?

Cuando hablamos de recuerdos, solemos pensar en fechas, objetos guardados, hechos históricos, souvenirs, fotografías. Pero la memoria se compone sobre todo de emociones, no se rige por la cronología, no tiene introducción, nudo y desenlace. Más que recordar qué pasó, recordamos cómo nos hizo sentir aquello que pasó; más allá de los sentimientos y sensaciones, de las mariposas o el nudo en el estómago, del miedo o la euforia, nuestros recuerdos son más cercanos a la ficción que a la realidad, son historias que nos contamos a nosotros mismos, con muchos detalles suprimidos o añadidos a posteriori, en la guionización de nuestra mente. Eso es “Verano 1993”, no es un viaje a un lugar y un tiempo pasado, sino un paseo por las emociones pasadas. El gran logro de esta película es transmitir todas las emociones experimentadas por esa pequeña de mirada intensa y pelo rizado, desde dentro, que podamos verlo todo a través de sus ojos. Vivimos su incertidumbre y desubicación, su lucha entre querer ser querida y no atreverse a dejarse querer, sus momentos de despreocupación en los que se sorprende a sí misma siendo simplemente una niña más. No interesa cómo transcurrieron con exactitud aquellos calurosos meses, sino observarlos justamente como los recuerda Frida, sentirlos como ella los sintió.

Además de mostrar con precisión el funcionamiento de la memoria infantil, con sus momentos aparentemente intrascendentes pero llenos de significado, que nos marcarán en la vida adulta y formarán parte indivisible de nuestra personalidad, este filme dirigido por la debutante Carla Simón tiene el mérito de abarcar en toda su complejidad el rico mundo interior de la niña a la que retrata. A menudo los adultos tratamos a los más pequeños como si fuesen tontos, hablamos de ellos como si no estuvieran delante, restamos importancia a lo que dicen, les mandamos callar cuando más tienen que contar, tomamos en todo momento todas las decisiones por ellos sin hacerles partícipes ni preguntarles cómo estas les hacen sentir. Esta forma condescendiente que tenemos de considerar la infancia se refleja perfectamente en la película, en algunas escenas memorables como las discusiones cuando toda la familia se reúne a la mesa o en los comentarios que hace la gente del pueblo ante Frida. Colocando el foco desde el interior de la niña hacia fuera, “Verano 1993” reivindica que los niños son personas que piensan y sienten por sí mismos, que les afecta lo que los mayores dicen sobre ellos, que les marcan las etiquetas que les ponen, que se enteran de cuando nos peleamos por su causa aunque intentemos aplacar los gritos cerrando la puerta o la ventana, que vale la pena escucharles y responder con honestidad a sus preguntas.

Aunque su madre acaba de morir y ya su padre había muerto tres años antes, la muerte es un tabú en la vida de Frida. Nadie le habla directamente de ella: su abuela le enseña a rezar y le dice que su mamá la cuida desde el cielo a pesar de lo alocada que era, las vecinas cotillean sobre la enfermedad que se la llevó, las madres de los otros niños se alejan para evitar posibles contagios, el médico quiere repetirle pruebas una y otra vez… pero nadie se sienta a explicarle qué ha pasado en concreto para que pueda entenderlo, para que no tenga que vivir atenazada por el miedo a lo desconocido. Un "tranquila, todo está bien" cuando nada está bien tiene un efecto contraproducente. Si todo está tan bien, ¿por qué me siento tan mal? ¿Acaso estoy loca? 

“Verano 1993” nos enseña que, a diferencia de lo que se suele creer, los niños no ignoran los temas de los que evitamos hablarles, y como los rasguños de la piel, lo que se tapa tarda más en curarse, las heridas del alma también deben cicatrizar al aire. En lugar de recurrir a maniobras de distracción, de limitarse a contrarrestar el tsunami de tristeza con una inundación de regalos; es necesario ponerle nombre a lo innombrable, hablar de lo que nadie habla, también con los más pequeños, pues con la comprensión de quienes les cuidan son capaces de comprender hasta lo más incomprensible, de dar sentido a lo que no lo tiene, como la muerte de tu madre cuando más la necesitas. Solo asumiendo lo que ha ocurrido se puede superar. Otra vez, como con las heridas, si escuece es que se está curando. Para ello no precisan nada más que tener a su lado a alguien que esté dispuesto a responder con cariño y sinceridad a todas las preguntas que se les ocurran, sobre todo esas que hacen doler la tripa, que les sople los cortes de las rodillas y les preste unos pies sobre los que subirse para bailar. Poder contar su historia en voz alta siempre que lo necesiten, como ha hecho Carla Simón tantas veces a lo largo de su vida, proceso de curación que ha culminado con esta maravillosa obra de arte. 

El relato arranca con una pregunta que le hace una amiga a Frida el día que abandona su anterior vida para iniciar otra completamente distinta: “¿Y tú por qué no estás llorando?”. A ningún espectador le ha pasado desapercibido que la niña no llora en toda la película hasta su hermoso e inmejorable final, en el que estalla en un llanto incontenible en un momento de lo más inesperado, en mitad de una “guerra” de cosquillas precedida de divertidos saltos en la cama. Frida no lloraba porque no tenía un sitio seguro donde poder hacerlo. Se había quedado de repente sin su almohada, sin su hogar, sin el regazo de su madre. Llorar es bajar la guardia, es mostrarse vulnerable. Para atreverse a llorar, a desproteger por completo los sentimientos, hay que sentirse protegido y contar con un lugar que haga las veces de fortaleza. En cuanto es consciente de que no caerá al vacío, de que tiene una red bajo sus pies, de que van a cuidarla, de que no está sola, las lágrimas comienzan a brotar. Ya puede dejar salir su dolor a chorros. Por eso esas lágrimas no son solo de pena, también son de liberación, de alivio. El río se ha desbordado para comenzar el camino de vuelta a su cauce.    

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