lunes, 29 de enero de 2018

#MeToo o los tres anuncios en las afueras que son de todas

A Mildred Hayes le asesinaron a su hija a pocos metros de su hogar. La violaron repetidas veces y después quemaron su cuerpo. Según la autopsia, murió mientras la violaban. Pocas formas puede haber más horribles de morir. Pocas cosas más dolorosas puede haber que tener que vivir sabiendo que tu hija pequeña murió así, probablemente llamándote a gritos sin que pudieras oírla esta vez, sin que pudieras salvarla de la caída segura como cuando solo era una niña que aprendía a caminar.

Han pasado siete meses y Mildred ya ha asumido que no puede hacer nada que devuelva la vida a su hija. Ha aprendido a cargar con su dolor, pero no está dispuesta a ocultarlo. En Ebbing, Missouri, el pequeño pueblo donde todo ha ocurrido, el día a día transcurre como si nada hubiera pasado. Como si una chica de 17 años no hubiese sido torturada hasta la muerte nada más salir por la puerta de casa, como si no hubiese podido ser su asesino cualquier vecino, como si la víctima no hubiese podido ser cualquier otra vecina. Como si no pudiese volver a pasar. No, Mildred no va a resucitar a Angela, pero va a despertar las conciencias dormidas de toda la gente del pueblo, de todo el Estado y de todo el país, si se lo propone.

Simplemente colocando unos sucintos mensajes en tres vallas publicitarias en las afueras de Ebbing, esta mujer consigue desatar una pequeña gran revolución.  "Violada mientras moría. Aún ningún arresto. ¿Cómo puede ser, jefe Willoughby?”. Con este sencillo gesto, la señora Hayes pasa de tener la compasión unánime de su vecindario a ser la persona más incómoda y odiada. De víctima a verdugo de un día para otro. ¿Por qué? Porque ha roto la ley del silencio. El dolor de una madre debe ser decoroso, abnegado ante todo. Porque se ha atrevido a señalar al sistema. Si las agresiones sexuales contra las mujeres están a la orden del día es porque los responsables de prevenirla y evitarla no están haciendo su trabajo. Resaltar la impunidad endémica de este tipo de crímenes convierte en cómplice a toda una sociedad construida sobre la normalización de determinados niveles de violencia contra la mujer.


Mildred contrata tres vallas a las afueras de su pueblo para reflotar el caso sin resolver de su hija violada y asesinada


Hayes se gana el odio de sus convecinos porque no antepone el bienestar de los demás al suyo propio, como se supone que toda mujer debe hacer. Ese jefe de policía al que señala por no avanzar en la investigación del caso de su hija se está muriendo de cáncer. ¿Qué clase de desalmada criticaría a un moribundo? Y no un moribundo cualquiera, es el hombre más querido y respetado del pueblo, padre amantísimo de dos niñas, mentor y figura paterna de los agentes a su cargo, garante de la seguridad de una comunidad a la que ha servido durante toda su vida. Está enamoradísimo de su esposa y jamás violaría a ninguna mujer, deberíamos admirarle por ello, como a Matt Damon. ¿Por qué se ha atrevido Mildred Hayes a apuntar con su dedo a un hombre decente?  

El dedo de esa madre cabreada se ha hundido hasta el fondo en la llaga del sistema: la mayoría de hombres que jamás matarían o violarían a una mujer no están haciendo lo suficiente para que los que sí lo harían no las maten ni violen. El decente jefe de policía, que lamenta de veras lo que le ha pasado a su hija, también hace chistes machistas en la comisaría, no aplica sanciones disciplinarias a los agentes que torturan negros o humillan a mujeres, no ha priorizado la resolución del que probablemente ha sido el caso más violento de toda la historia de su jurisdicción… No, él no la ha matado, pero es uno más de los hombres con poder que lo utiliza para privilegiar a otros hombres y que conforma una cultura en la que es posible violar mujeres sin sufrir consecuencias.

Este es el argumento de “Tres anuncios en las afueras”, la película de Martin McDonagh protagonizada por una indomable Frances McdDormand, tan aclamada por ser un gran retrato de los prejuicios de la América profunda, el lado oscuro del gran sueño americano que ha hecho posible la victoria de Trump. Quizá ese ha sido el error que ha facilitado el “inesperado” ascenso a la Casa Blanca del republicano más retrógrado y chabacano posible, el creer que esos prejuicios son los de la gente con menos recursos o de las zonas rurales, de los que no han tenido acceso a formación académica, de los “rednecks” y la “white trash”. Sin embargo, tenemos a señores de las élites culturales de todas partes del planeta hablando de “caza de brujas” después de que muchas de las actrices de Hollywood decidiesen poner sus tres anuncios en las afueras de la industria cinematográfica y hablar abiertamente del acoso sexual inherente a la misma e incluso dar los nombres de sus acosadores. Los más selectos cineastas, autores consagrados, directores de filmotecas, actores multipremiados, y no sólo hombres, también mujeres, como las cien artistas del manifiesto de Francia (es decir, “la crème de la crème” del ámbito artístico) se han lanzado a poner el grito en el cielo contra las mujeres que han decidido dejar de callar. No son precisamente un cura de una aldea sureña ex esclavista.

Es justo el mismo proceso de los “paletos” hostigando y presionando a “la loca del pueblo” para que retire esos molestos anuncios y muestre el debido respeto a la máxima autoridad del lugar, su héroe de toda la vida, el que están llevado a cabo esos sofisticados defensores de la libertad artística y de expresión que llaman censura a que ahora las mujeres hablen sin tapujos del abuso sexual sistemático que sufrían en silencio. Ebbing, Missouri es la aldea global del patriarcado en la que todos los señores se han puesto nerviosos porque peligra el cómodo estado de las cosas que les proporcionaba la omertá y la seguridad de un prestigio que les hacía intocables. Se ha abierto la veda contra cualquier hombre, sin importar su status o su talento, sin que todo lo que haya aportado a la sociedad, creado o trabajado sirva como salvoconducto para que no le tengamos en cuenta su comportamiento machista de depredación sexual. Parece que caminamos hacia el fin de la inclusión de la libre disponibilidad del cuerpo de las mujeres  en el “pack” completo del éxito masculino, y les está costando un poquitín aceptarlo. De ahí el cierre de filas, ese corporativismo mafioso (tenemos que defenderle porque es “uno de los nuestros”) como intento desesperado de taponar la sangrante vía de agua abierta en el pacto de silencio.

No es inocente que recurran a la baza del victimismo. Ya no hay forma de defender lo indefendible, el rechazo social hacia los acosadores antes idolatrados crece imparable. Por ello deben buscar la forma de dar la vuelta a las tornas: hay mujeres malvadas que con su exageración y puritanismo están poniendo en peligro preciados patrimonios de la humanidad, desde la galantería y la seducción hasta la filmografía de Polanski o los poemas de Pablo Neruda. Sus reivindicaciones de igualdad de género llevarán a una suerte de estado totalitario en la que no se podrá ligar ni bailar reggaetón. Que pretendemos quemar libros y celuloide, dicen. 

Quieren hacer pasar por censura que la mitad de la población silenciada hasta el momento pueda contar su versión de los hechos, que el público pueda tener toda la información de cualquier creador para decidir con total libertad si quiere financiar con su dinero una obra dirigida por un pederasta o producida por un violador. Sin entrar en el recurrente debate de si debemos separar al autor de su obra (como si eso fuese posible, pues la autoría en sí misma consiste en la traslación artística de la propia subjetividad, al igual que es imposible separarla de su contexto histórico, de las corrientes de pensamiento dominantes y de la relaciones sociopolíticas y económicas por las que se ha visto influida), no hay razón para justificar que la audiencia no deba conocer las circunstancias de quien firma y ejercer su derecho de admisión. Ninguna. ¿Cómo va a ser censura que ahora tengan canales desde los que contar su historia quienes hasta ahora tenían un acceso limitado o directamente vetado en los medios de comunicación tradicionales? ¿Cómo va a ser restrictivo que ahora podamos escuchar más opiniones que las de los líderes de opinión y leer más relatos que los de las vacas sagradas del periodismo, cine o literatura?

Y es que lo que está en juego es la cosmovisión hegemónica y el orden de las cosas sustentado en ella. Que empecemos a preguntarnos sobre la posible misoginia de los guiones, a realizar análisis de género de cualquier obra, que nos preocupe la discriminación o los abusos sufridos por las mujeres que las han protagonizado, que rechacemos apologías del machismo y el racismo, que ya no estemos dispuestos a admirar ni a ser indulgentes con violadores y acosadores… hace tambalearse los mismísimos cimientos de la gran pirámide patriarcal. Saben de buena tinta que no buscamos quemar los archivos de las filmotecas, que no vamos a prohibir a Ford o a Bertolucci, ni a hacer hogueras con novelas de Houellebecq o cuadros de Picasso. Simplemente ya no nos conformamos con un mundo interpretado solo por Platón o Kant, ni relatado solo por Mozart, Shakespeare, Hemingway o The Beatles. Hemos venido para cuestionar esa supuesta objetividad del canon de los clásicos, para democratizar la cultura y reclamar nuestro espacio. Eso por fuerza reduce el suyo, por eso se comportan cual “rednecks” defendiendo con su escopeta las lindes de su parcela.

Si tan convencidos están de su talento y de la calidad de sus obras, no tienen motivo para temer que se facilite el acceso a la creación de toda persona que quiera crear, independientemente de su sexo, clase o condición. La diversidad solo redunda en esa libertad de expresión que dicen proteger, y en la libertad de decisión del público, que tendrá muchas más opciones entre las que elegir.  


Lo que está claro es que movimientos organizados como el #MeToo o el anunciado hoy por un nutrido grupo de artistas españolas bajo el lema #LaCajadePandora, y no tan organizados, como las manifestaciones espontáneas autoconvocadas durante el juicio de la violación múltiple de San Fermines o la proliferación de activistas feministas en las redes sociales y de mujeres anónimas contando sus experiencias de acoso y abuso, ayudándose y avisándose mutuamente entre ellas; son una útil herramienta contra la discriminación y las diferentes formas de violencia machista. Estas redes de apoyo y resistencia que estamos comenzando a tejer son todavía solo tres anuncios en las afueras del sistema, no van a poner fin a la injusticia de por si, al igual que las vallas de Mildred no podían devolverle la vida a su hija ni hacer pagar a su asesino. Pero romper el silencio es el primer (e imprescindible) paso para romper las cadenas.  Un mundo en el que se puede cuestionar a un bonachón sheriff de pueblo que no se pierde la misa de los domingos o en el que peligran fenómenos casi meteorológicos como el estreno anual de la película de Woody Allen, es un mundo que sin lugar a dudas está asistiendo al crepúsculo de sus dioses.

viernes, 26 de enero de 2018

Un verano para toda la vida

En el verano de 1993 yo también tenía seis años, como Frida. Disfrutaba con las mismas cosas que ella: desgañitándome al cantar “Toma Mucha Fruta” de Bom Bom Chip, persiguiendo al malvado junto a D’Artacan y los Tres Mosqueperros, jugando con mi hermana a imitar a los mayores y grabando chorradas en mi primer casette, el de Fisher-Price. Aquel verano de Frida podría ser a simple vista el mío o el de cualquier otra niña, un verano más de correr entre las piernas de las parejas que bailan agarradas en la verbena del pueblo, de esperar ansiosa cada tarde a que pase el tiempo reglamentario de digestión para zambullirte en el mar o la piscina, de sentarte a ver cómo mamá forra los libros nuevos antes de que empiece el cole.


Frida y su prima Ana jugando con la grabadora de Fisher Price


El verano en que la vida de Frida cambió para siempre, en que murió su madre y vio cómo vaciaban la casa en que vivió con ella desde que nació, en el que dejó su barrio y a sus amigos atrás, su familia se empeñó en que ella viviese un verano normal y corriente, como otro cualquiera, como si no hubiera pasado nada. Que Frida volviese a tener un papá y una mamá, y ahora incluso una hermanita pequeña con la que entretenerse para olvidar, que tuviese de nuevo un hogar y un cuarto en el que colocar con mimo sus muñecas. Pero sí que pasaba algo, claro que pasaban muchas cosas. Que aquellos eran sus tíos y no sus padres, que no sabía cómo compartir su espacio con una prima convertida en hermana improvisada, que aquella casa en el campo no era su sitio, que le daban miedo las gallinas y no sabía diferenciar las coles de las lechugas, que no le gustaba beber leche fresca. ¿Qué hacía ella allí? ¿Por qué fingía que nada había cambiado si había cambiado todo?

Cuando hablamos de recuerdos, solemos pensar en fechas, objetos guardados, hechos históricos, souvenirs, fotografías. Pero la memoria se compone sobre todo de emociones, no se rige por la cronología, no tiene introducción, nudo y desenlace. Más que recordar qué pasó, recordamos cómo nos hizo sentir aquello que pasó; más allá de los sentimientos y sensaciones, de las mariposas o el nudo en el estómago, del miedo o la euforia, nuestros recuerdos son más cercanos a la ficción que a la realidad, son historias que nos contamos a nosotros mismos, con muchos detalles suprimidos o añadidos a posteriori, en la guionización de nuestra mente. Eso es “Verano 1993”, no es un viaje a un lugar y un tiempo pasado, sino un paseo por las emociones pasadas. El gran logro de esta película es transmitir todas las emociones experimentadas por esa pequeña de mirada intensa y pelo rizado, desde dentro, que podamos verlo todo a través de sus ojos. Vivimos su incertidumbre y desubicación, su lucha entre querer ser querida y no atreverse a dejarse querer, sus momentos de despreocupación en los que se sorprende a sí misma siendo simplemente una niña más. No interesa cómo transcurrieron con exactitud aquellos calurosos meses, sino observarlos justamente como los recuerda Frida, sentirlos como ella los sintió.

Además de mostrar con precisión el funcionamiento de la memoria infantil, con sus momentos aparentemente intrascendentes pero llenos de significado, que nos marcarán en la vida adulta y formarán parte indivisible de nuestra personalidad, este filme dirigido por la debutante Carla Simón tiene el mérito de abarcar en toda su complejidad el rico mundo interior de la niña a la que retrata. A menudo los adultos tratamos a los más pequeños como si fuesen tontos, hablamos de ellos como si no estuvieran delante, restamos importancia a lo que dicen, les mandamos callar cuando más tienen que contar, tomamos en todo momento todas las decisiones por ellos sin hacerles partícipes ni preguntarles cómo estas les hacen sentir. Esta forma condescendiente que tenemos de considerar la infancia se refleja perfectamente en la película, en algunas escenas memorables como las discusiones cuando toda la familia se reúne a la mesa o en los comentarios que hace la gente del pueblo ante Frida. Colocando el foco desde el interior de la niña hacia fuera, “Verano 1993” reivindica que los niños son personas que piensan y sienten por sí mismos, que les afecta lo que los mayores dicen sobre ellos, que les marcan las etiquetas que les ponen, que se enteran de cuando nos peleamos por su causa aunque intentemos aplacar los gritos cerrando la puerta o la ventana, que vale la pena escucharles y responder con honestidad a sus preguntas.

Aunque su madre acaba de morir y ya su padre había muerto tres años antes, la muerte es un tabú en la vida de Frida. Nadie le habla directamente de ella: su abuela le enseña a rezar y le dice que su mamá la cuida desde el cielo a pesar de lo alocada que era, las vecinas cotillean sobre la enfermedad que se la llevó, las madres de los otros niños se alejan para evitar posibles contagios, el médico quiere repetirle pruebas una y otra vez… pero nadie se sienta a explicarle qué ha pasado en concreto para que pueda entenderlo, para que no tenga que vivir atenazada por el miedo a lo desconocido. Un "tranquila, todo está bien" cuando nada está bien tiene un efecto contraproducente. Si todo está tan bien, ¿por qué me siento tan mal? ¿Acaso estoy loca? 

“Verano 1993” nos enseña que, a diferencia de lo que se suele creer, los niños no ignoran los temas de los que evitamos hablarles, y como los rasguños de la piel, lo que se tapa tarda más en curarse, las heridas del alma también deben cicatrizar al aire. En lugar de recurrir a maniobras de distracción, de limitarse a contrarrestar el tsunami de tristeza con una inundación de regalos; es necesario ponerle nombre a lo innombrable, hablar de lo que nadie habla, también con los más pequeños, pues con la comprensión de quienes les cuidan son capaces de comprender hasta lo más incomprensible, de dar sentido a lo que no lo tiene, como la muerte de tu madre cuando más la necesitas. Solo asumiendo lo que ha ocurrido se puede superar. Otra vez, como con las heridas, si escuece es que se está curando. Para ello no precisan nada más que tener a su lado a alguien que esté dispuesto a responder con cariño y sinceridad a todas las preguntas que se les ocurran, sobre todo esas que hacen doler la tripa, que les sople los cortes de las rodillas y les preste unos pies sobre los que subirse para bailar. Poder contar su historia en voz alta siempre que lo necesiten, como ha hecho Carla Simón tantas veces a lo largo de su vida, proceso de curación que ha culminado con esta maravillosa obra de arte. 

El relato arranca con una pregunta que le hace una amiga a Frida el día que abandona su anterior vida para iniciar otra completamente distinta: “¿Y tú por qué no estás llorando?”. A ningún espectador le ha pasado desapercibido que la niña no llora en toda la película hasta su hermoso e inmejorable final, en el que estalla en un llanto incontenible en un momento de lo más inesperado, en mitad de una “guerra” de cosquillas precedida de divertidos saltos en la cama. Frida no lloraba porque no tenía un sitio seguro donde poder hacerlo. Se había quedado de repente sin su almohada, sin su hogar, sin el regazo de su madre. Llorar es bajar la guardia, es mostrarse vulnerable. Para atreverse a llorar, a desproteger por completo los sentimientos, hay que sentirse protegido y contar con un lugar que haga las veces de fortaleza. En cuanto es consciente de que no caerá al vacío, de que tiene una red bajo sus pies, de que van a cuidarla, de que no está sola, las lágrimas comienzan a brotar. Ya puede dejar salir su dolor a chorros. Por eso esas lágrimas no son solo de pena, también son de liberación, de alivio. El río se ha desbordado para comenzar el camino de vuelta a su cauce.