martes, 18 de diciembre de 2018

No todos los hombres, sí todas las mujeres

Para contaros lo acertado que es el documental "Tódalas mulleres que coñezo" ("Todas las mujeres que conozco"), de la directora luguesa Xiana do Teixeiro, tengo que empezar por justo después de que hubiese terminado. Sí, tengo que comenzar esta reseña por el momento en que la amiga con la que fui a ver la proyección y yo salimos del auditorio. Era la una de la madrugada de un martes y volvimos las dos caminado a casa. Antes de que se leyese la palabra FIN en la pantalla de cine yo ya tenía un mensaje de mi marido en la pantalla de mi móvil: "Por favor, no vuelvas sola. Que te acerquen en coche o ven con más gente. Dame una perdida cuando salgas, te espero despierto". Mi amiga también recibió la llamada de su pareja, ella tenía que recorrer un trecho sola desde mi casa a la suya, que estaba más lejos, así que él le pidió que le llamase en cuanto yo llegase a mi portal, para que fuesen hablando por teléfono durante el kilómetro que ella debía transitar sin compañía. Cogimos juntas un atajo por calles más estrechas en lugar de atravesar toda la Avenida de A Coruña, una de las más largas y principales de la ciudad de Lugo, para acortar camino y llegar diez minutos antes. Ninguna hubiera optado por el camino más corto, pero más oscuro y menos frecuentado, de no haber ido acompañada por la otra esa noche. En Lugo ha habido recientemente tres intentos de violación muy seguidos en plena calle denunciados por mujeres que caminaban solas de vuelta a sus casas de noche. El miedo a sufrir agresiones sexuales condiciona el uso que las mujeres hacemos del espacio público, vamos por unos itinerarios u otros según la percepción que tengamos para nuestra seguridad, descartamos rutas si están poco iluminadas o transitadas o si hay demasiados recovecos tras los que puedan acechar potenciales agresores, de noche siempre vamos apuradas, con el móvil y las llaves en la mano, pensando en cómo defendernos o avisar a alguien si pasa algo. Ese miedo también limita nuestra agenda y nuestro ocio, descartamos planes muchas veces si acaban tarde y no tenemos quien nos acompañe para volver, viajar solas es para unas un suplicio y para otras una quimera.


Un momento de la primera conversación entre mujeres que aparece en el documental, y que da lugar al resto de conversaciones


Este documental es una bella conversación entre conversaciones de mujeres, que narran experiencias en las que se han sentido amenazadas o experimentado miedo por el hecho de ser mujeres. La primera conversación de un pequeño grupo de amigas, que no puede ser más natural y a flor de piel, es una piedra lanzada al lago que da lugar a una estela de reflexiones de mujeres de todas las edades que van desde lo más íntimo y personal a lo más social y político. Las tres elocuentes conversaciones que contiene esta película son solamente el inicio de la conversación, pues es imposible terminar de verla sin que se encadenen conversaciones entre los espectadores de las anteriores conversaciones hasta el infinito. Es literalmente una documental que no tiene fin, con vida eterna más allá de la pantalla.

"Tódalas mulleres que coñezo" tiene su valor en haber logrado captar a mujeres hablando sin miedo ni límites del miedo y los límites con el que tienen que convivir como mujeres. Hay un momento especialmente revelador, en el que una de las protagonistas cuenta un viaje que hizo sola en invierno a un pequeño pueblo apartado para hacer senderismo y que cuando volvió al trabajo y un compañero le preguntó si no había pasado mucho miedo por la nieve y los lobos duarente sus vacaciones, ella se dio cuenta de que esos peligros ni se le habían pasado por la cabeza, pues todas las luces mentales de alerta se le habían encendido al encontrarse con hombres en un entorno aislado. "Vivimos noutro mundo (vivimos en otro mundo)", subraya esta chica, y esta es una de las grandes conclusiones de este filme, que hombres y mujeres transitamos por realidades paralelas, y para comprobarlo solo hay que pensar en cómo se siente un hombre que camina solo por la calle de noche encontrándose de frente a un grupo de mujeres y cómo se siente una mujer encontrándose en las mismas circunstancias con un grupo de hombres. Si como dice Nina Simone en una cita visual incluida al principio de la película, "ser libre es no tener miedo", nosotras somos menos libres porque el miedo se nos inculca de forma estructural y va aparejado a la desigualdad social entre hombres y mujeres.


La película se estrena comercialmente este mes de diciembre en los cines Numax de Santiago de Compostela


Este documental muestra mujeres expresando libremente su miedo, y por lo tanto su falta de libertad, pero no pretende con ello amedrentar a las demás mujeres. Al contrario, busca poner de relieve ese discurso del miedo como mandato de la feminidad y romperlo a base de señalarlo. En otro momento trascendental, la autora de "Tódalas mulleres que coñezo", Xiana do Teixeiro, que también es co-protagonista, cuenta cómo marcó su infancia y adolescencia el caso de las niñas de Alcásser, asesinadas después de ser brutalmente violadas y torturadas, y reflexiona sobre cómo el sensacionalismo mediático y su relato aterrador influye de forma paralizante en la vida diaria de las mujeres. Con este apunte da en el clavo, pues como analiza la politóloga Nerea Barjola en su libro "Microfísica sexista del poder", el llamado "caso Alcásser" es un paradigma de cómo se construye socialmente el peligro sexual que corren las mujeres para que funcione como aviso y castigo aleccionador por traspasar unas fronteras que las mujeres no deben cruzar y ocupar espacios que no les pertenecen.

Escribo estas líneas horas después de que se haya encontrado el cadáver de Laura Luelmo, una joven de 26 años que se había mudado desde Zamora a Huelva para hacer una sustitución como profesora. Los medios no dejan de resaltar su juventud, que se había ido a vivir lejos de su familia y amistades por trabajo, que lo último que se sabe de ella es que había salido a correr sola por el campo. Alcásser vuelve a repetirse otra vez, y las mujeres no paramos de recibir mensajes que nos disuaden de ser independientes, nuestra autonomía como ciudadanas de pleno derecho es un factor de riesgo. Aceptar un trabajo en otra comunidad autónoma o adentrarse sola en un bosque aunque sean las cuatro de las tarde es para una mujer el equivalente a lanzarse de un avión sin paracaídas, al menos así lo trasladan las tertulias de los magacines matinales y los diarios amarillistas. Una vez más la realidad nos demuestra, como apunta Xiana do Teixeiro en su película, que los discursos sociales y mediáticos diseminados al calor de los crímenes violentos contra las mujeres siguen operando como una contraofensiva patriarcal ante la conquista de derechos y espacios públicos de las mujeres. Gracias a autoras como ella, que enfocan las narrativas sobre el acoso y la violencia sexual desde una perspectiva feminista, podemos entender el miedo de las mujeres en términos políticos y darnos cuenta de que aunque no es infundado, tampoco es espontáneo, sino que es consecuencia de un terrorismo sistémico que se nos inculca desde la sociedad patriarcal, algo que tenemos que combatir y resistir desde el movimiento feminista. Conciencia y prudencia, sí. Pánico y parálisis, no.

La llave que abre la puerta hacia una sociedad libre del miedo por ser mujer la tiene una de las mujeres mayores de este documental, madre de dos adolescentes, que habla sobre la necesidad de educar más o los hombres para no agredir que a las mujeres para no ser agredidas. Aunque las protagonistas, las que hablan, son mujeres, son los hombres los que más deben escuchar estas conversaciones y sentirse interpelados. Escuchad con atención a todas las mujeres que conocéis, a las más cercanas. ¿Queréis vivir en un mundo en el que esas mujeres se asusten al veros? Por supuesto que no todos los hombres que conoces son peligrosos, claro que la mayoría no son agresores ni acosadores, pero sí todas las mujeres que conoces se han encontrado alguna vez con algún hombre peligroso, todas sienten miedo en determinadas situaciones y se han inhibido de hacer cosas por ese miedo, algo que a ti jamás te ha ocurrido como hombre. Le ha pasado a TODAS LAS MUJERES que conoces. Ese es el tema de conversación de este documental y de la lucha feminista contra la violencia sexual. Iniciemos otra ahora que sigue pendiente: qué pueden hacer todos los hombres y la sociedad en general para que todas las mujeres puedan vivir sin miedo, puedan ser libres.

lunes, 11 de junio de 2018

La empatía es sexy (y feminista)

El #MeToo no ha sido un movimiento, sino un terremoto que ha desplazado los cimientos de la concepción hegemónica del sexo. Gracias a todas las que se atrevieron a levantar su voz contra los depredadores que creían que dentro de su cuota de poder iba incluída la correspondiente cuota de acceso sexual al cuerpo de las mujeres, las demás hemos empezado a repasar mentalmente todos nuestros encuentros sexuales pasados y a verlos a la luz del feminismo. Disipada la oscuridad del miedo y la vergüenza, del sentido del deber y la exigencia de cumplir ciertas expectativas, ¿cuánto del sexo que hemos mantenido ha sido porque nos apetecía a nosotras? ¿Cuánto ha sido realmente voluntario, deseado, libre de chantaje emocional, de desequilibrio de poder, de convenciones sociales, de cualquier tipo de presión? Y entre ese, ¿cuánto ha sido plenamente disfrutado y placentero? ¿Cuántas veces se han tenido en cuenta nuestras preferencias y sugerencias, cuántas se han respetado nuestros límites, cuántas empezaron porque nosotras quisimos y terminaron cuando ya no quisimos? Todas estas son preguntas que desbordan el concepto de “consentimiento”, que cuestionan lo que antes considerábamos como normal o aceptable, y que han enfocado esa zona borrosa en la que el sexo consentido puede conventirse en abuso sexual o incluso violación.
Desde que las mujeres hemos dado un paso más allá de denunciar la violencia sexual penalmente tipificada y hemos recuperado la radical y sana costumbre de hablar de relaciones sexuales como un terreno atravesado como cualquier otro por la desigualdad de género (las camas y las alcobas no quedan fuera del patriarcado, de hecho, casi se podría decir que el patriarcado se fundó en ellas); los hombres han comenzado a responder con una preocupación recurrente: las exigencias de las feministas van a hacer del sexo algo mecánico y burocratizado. Insisten en que tendrán que tramitar certificados para poder follar y en que los polvos pasarán a ser intermitentes y aburridos, pues habrá que pararse cada minuto a preguntar si la otra persona se siente cómoda y si se puede continuar. Los profetas del apocalipsis sexual anuncian que nosotras acabaremos con cualquier elemento de misterio o sorpresa, los futurólogos vaticinan que follaremos como robots o sin tocarnos, a través de cascos como los que utilizaban Sandra Bullock y Sylvester Stallone en Demolition Man. Todo ello solo porque las mujeres hemos empezado a pedir reciprocidad, deseo y satisfacción mutuos, correspondencia en la atención al otro, que las relaciones se desarrollen en un ambiente de confianza y seguridad, observación y escucha activa para evitar lo que nos haga sentir incómodas o violentadas, en una palabra: empatía.
No sé a vosotras, pero a mí me parece muy problemático que haya tantas personas que consideren aburrido y farragoso proporcionar un trato humano a aquellos con quienes se relacionan, sea sexualmente o de cualquier otro modo. El hecho de que los hombres digan que les baja la líbido tener que preocuparse por el bienestar de sus parejas sexuales, prestar atención a las reacciones que sus actos generan en ellas, tener que comunicarse de forma fluída y mostrarse receptivos y dispuestos a consensuar todas las prácticas; da miedo. Sí, mucho miedo, porque eso significa que es posible que no dejen de hacer algo si se lo pedimos, que no se detendrán ni se sentirán mal si nos notan asustadas o doloridas, que no les importará si algo no nos gusta y que incluso les guste y les excite el hecho de que nosotras no estemos excitadas. Cierto que un hombre ensimismado en su propio placer y comodidad no es sinónimo de violador, pero cuando uno está centrado en sí mismo, en satisfacer sus deseos sin atender a lo que la otra persona pueda estar sintiendo, sin tomar en consideración cómo le afecta lo que está haciendo y sin responder en consonancia a ello, es más que probable que acabe cometiendo algún abuso y sí, violando.
Artículo publicado el 11 de junio de 2018 en Kamchatka.es

viernes, 27 de abril de 2018

Condenadas

Muchas mujeres teníamos la fecha de ayer, jueves 26 de abril de 2018, marcada en el calendario. Desde hace semanas se palpaba la inquietud por la tardanza en el veredicto del caso de violación múltiple de Sanfermines, y cuando la Audiencia de Navarra anunció la fecha y hora de su lectura pública comenzamos una cuenta atrás colectiva. Hemos ido a trabajar, a clase, de cañas, a la compra toda la semana con los dedos cruzados y el corazón encogido. Todas éramos conscientes de lo mucho que estaba en juego. El valor de esta sentencia no se iba a medir en el número de años de condena, pues en ella se dirimiría mucho más que el castigo a los acusados: los límites de la libertad de las mujeres. Íbamos a conocer hasta dónde llegan. Eso es de lo que habla realmente la sentencia, de cuán libres somos. Y no ha dejado lugar a dudas: nuestra libertad llega hasta donde quieran los hombres que nos vayamos encontrando, es una cuestión de suerte. 
Nos temíamos mucho la sentencia absolutoria, y finalmente fue condenatoria, pero condenando a la autodenominada Manada a 9 años de cárcel por abuso sexual en lugar de optar por el tipo penal de agresión sexual, por considerar que no se demuestra la existencia de violencia o intimidación, nos han condenado a nosotras junto a ellos.
Al rebajar a un abuso de superioridad un modo tan extremo de violación (perpetrada por un grupo de depredadores organizado para acudir a un evento festivo multitudinario en el que poder cazar a una mujer por medio del uso de las drogas y el engaño para poder llevarla a un lugar apartado y cerrado en el que penetrarla uno tras otro de forma brutal por todos sus orificios y además grabarlo para recrearse y presumir ante sus amigos) la despenalizan en la práctica. Han subido a lo más alto el listón de la violación, y con ello nos condenan a no poder bajar la guardia. 
Artículo publicado el 27 de abril de 2019 en Kamchatka.es 


viernes, 20 de abril de 2018

Patriarcado por subrogación

Si os digo que voy a presentar una ley que garantice la “variedad con la que las personas quieren expresar su propia concepción de las relaciones familiares” apuesto a que no sólo sería muy difícil encontrar oposición a la misma, sino que seguramente conseguiría adhesiones entusiastas por parte del espectro social considerado a sí mismo “progresista”. Si hablo en general de la “evolución del modelo de familia” y de las “múltiples formas de entender la vida personal”, y lo aderezo con muchos conceptos abstractos como “libertad” (cuantas más veces repita esta palabra, mejor), “solidaridad” y “altruismo”; pocas personas serían capaces de adivinar de qué estoy hablando en concreto, pero sin duda a la mayoría les sonaría muy bien, y pensarían en cosas similares a beneficios sociales para las familias monoparentales, la agilización de adopciones y acogimientos o la legalización del matrimonio homosexual. Muchas se sorprenderían al descubrir que me estoy refiriendo a la proposición de ley registrada por Ciudadanos en el Parlamento para legalizar lo que ya nos hemos acostumbrado a llamar “gestación subrogada”, cuyo nombre honesto en la práctica sería “trata de mujeres con fines de explotación reproductiva”.
Y es que ese es el “modus operandi” del fundamentalismo de mercado disfrazado de liberalismo político, ocultar la práctica, la realidad material, tras una teoría opaca y saturada de palabras rimbombantes. Gracias al arte de birlibirloque mercantilista detrás de ideas aparentemente inocuas como “diversidad”, “progreso” o “modernidad” pueden camuflarse las mayores desigualdades y las formas de explotación más absoluta. En el caso de la “gestación subrogada”, la fórmula mágica consiste en contar historias de parejas felices que han visto su sueño largo tiempo esperado de formar una familia hecho realidad gracias a un ángel de la guarda encarnado en una mujer que disfruta dándolo todo, hasta su cuerpo entero, por “regalar vida”. “La más intensa solidaridad entre personas libres e iguales”, lo describe así Ciudadanos en la que me atrevo a decir que es la exposición de motivos más cínica de la historia parlamentaria reciente. Ni cortos ni perezosos hablan al mismo tiempo de las “distintas formas de concebir y vivir la familia” y de “garantizar la procreación, sin la cual la familia se extinguiría”. Sus familias modernas consisten en asegurar la perpetuación de los genes a través del sacrificio y el sometimiento de las mujeres a la voluntad ajena. Vamos, como ha venido ocurriendo desde el Neolítico, pero sin coito. Cambiando al Espíritu Santo por las “técnicas de reproducción asistida”, que según Ciudadanos ponen en cuestión los antiguos paradigmas de paternidad y maternidad. ¿Qué paradigma más antiguo puede haber de paternidad y maternidad que “garantizar la procreación”?
Artículo publicado el 20 de abril de 2018 en Kamchatka.es 


miércoles, 21 de marzo de 2018

Nuevas inclusiones


"En este escondrijo cambian las muchachas sus vestidos de calle por los uniformes de labor. En estos clavos cuelgan las empleadas cada mañana su personalidad para recogerla cinco horas después.”

“Las muchachas de hoy conocemos muy bien a M.F. M.F. nos cede el asiento en el Metro y nos tiende el sueldo desde la altura de su caja cada mes y nos mira oblicuamente al escote cada vez que nos dicta una carta”.

Estas dos citas literarias están entre mis preferidas de todas las que subrayé (y fueron muchas, lo admito) en la novela “Tea Rooms. Mujeres obreras” de la escritora Luisa Carnés. Son mis favoritas porque en dos pinceladas consiguen retratar toda la deshumanización y cosificación sexual que sufren las mujeres trabajadoras durante su jornada, que además de producir deben agradar y “hacer bonito”. Les va en la nómina. Esta novela de 1934, publicada en la Segunda República, está escrita con un lenguaje y estilo inusitadamente modernos, casi cinematográfico, por la importancia de los diálogos y la coralidad de los personajes, adelantándose dos décadas a “La Colmena” (chúpate esa, Camilo José Cela). Además de en el forma, esta novela también destaca para la época en su contenido, que se centra tanto en los conflictos laborales como en las inquietudes y aspiraciones personales de un grupo de mujeres de diferentes edades, extracto social y situación familiar, cuyo punto en común es que trabajan todas en el mismo salón de té, siendo capaz de trazar un retrato perfecto del nuevo papel social de la mujer con su reciente incorporación al trabajo asalariado, y de todas las contradicciones y convulsiones que trajo a sus vidas la incipiente fusión de capitalismo y patriarcado. La brecha salarial, el acoso sexual, el aborto, la resistencia al matrimonio, la doble jornada laboral y doméstica, la violencia de género… son cuestiones de rabiosa actualidad tras la Huelga del 8M que ya aparecen recogidas en esta brillante novela. Es evidente que se trata de una obra digna de estudio, que enseguida llama la atención entre sus contemporáneas, y sin embargo cayó en el olvido, ignorada por el mundo académico y desconocida por los grandes expertos de la literatura española.

Luisa Carnés era una escritora adelantada incluso a los escritores adelantados a su tiempo, y ni eso salvó su obra del ostracismo. No solo era mujer, también era militante comunista, no vamos a extrañarnos de que fuese aplastada por la apisonadora de 40 años de dictadura franquista, como tantos otros autores y autoras, como ocurrió con Las Sin Sombrero. Sin embargo, la democracia no parece haber podido con el arraigado machismo del estudio de la producción literaria patria, a juzgar por los compendios bibliográficos de los currículos escolares (¿cuándo caerán autoras en Selectividad?) o por el mero hecho de que una novela tan importante como la de Luisa Carnés haya tenido que ser redescubierta hace apenas año y medio por una pequeña editorial (¡nunca terminaremos de agradecérselo a Hoja de Lata!).  

“Tea Rooms” se encuentra con dos resistencias a su inclusión como bien podría merecer en nuestro canon literario: ha sido escrita por una mujer y además es una novela social y claramente política, en ella se respira la ideología de su autora, expresada a través de los pensamientos de su personaje principal. Era inevitable que no superase la nueva inquisición (está si auténtica) del franquismo, y parece que será difícil que supere el rechazo visceral que los intelectuales e insignes literatos como Vargas Llosa o Javier Marías sienten ante todo atisbo de revisión feminista, criterio social o sensibilidad de tipo “ideológico” en el ámbito de la crítica y la producción literaria y cultural.

“El más resuelto enemigo de la literatura es el feminismo”, es la última (que no definitiva) frase lapidaria que nos ha regalado la casi tradicional columna dominical antifeminista (el domingo ya no es domingo sin que un insigne “señoro” se queje desde su tribuna en la prensa escrita de un feminismo censor y victimista). Esta vez es Vargas Llosa el que advierte desde un descarado libelo a la escritora Laura Freixas titulado “Nuevas Inquisiciones”  de las graves consecuencias de hacer caso a las reivindicaciones feministas: “Juzgar la literatura desde un punto de vista ideológico nos traería controles y censuras que acabarían con la literatura. Con este tipo de aproximación a una obra literaria, no hay novela de la literatura occidental que se libre de la incineración”. Va a ser verdad que volvemos a la Edad Media, pero más que porque las feministas hayamos rescatado las antorchas y la quema de libros, porque nos están saliendo profetas flagelándose y anunciando el Apocalipsis de debajo de las piedras. ¡Arrepentíos, histéricas!

Me niego a rebatir algo tan absurdo e irreal como que las feministas estamos exigiendo que se prohíban libros o se retiren obras de arte. No vale la pena entrar al trapo de tamaña ridiculez. Pero sí creo útil y muy necesario explicar por qué el feminismo es, al contrario de lo que el Nobel peruano cree, un buen amigo de la literatura y de todo el arte en general.

A menudo nos dicen que si los manuales de Literatura, Historia del Arte o Filosofía apenas recogen autoras es porque hay muy pocas o porque las que hay no son lo suficientemente relevantes como para ser incluidas en ellos. Desde luego, a lo largo de la historia ha habido muchísimas menos autoras que autores. Es un hecho indiscutible. Sin embargo, sí existen muchísimas más de las que se nombran (volvamos al caso de Luisa Carnés) y  la menor relevancia de sus obras está muy lejos de ser un hecho indiscutible. Es en realidad una interpretación muy discutible y me atrevo a decir además que una gran enemiga de la literatura.

LA editorial Hoja de Lata rescató la novela de la autora Luisa Carnés, olvidada entre las escritoras olvidadas de la Generación del 27


Como nos descubrió la historiadora Gerda Lerner en “La Creación del Patriarcado”, obra que debería ser “vademécum” de cualquier feminista y de cualquier persona mínimamente interesada en la Historia de la humanidad, la exclusión de las aportaciones de las mujeres del reconocimiento histórico ha sido el impedimento más importante al desarrollo tanto de una conciencia colectiva de las mujeres como de la independencia y autonomía propia que les permitiese desempeñar carreras profesionales o artísticas similares a los hombres. “La ignorancia de su propia historia de luchas y logros ha sido una de las principales formas de mantener subordinadas a las mujeres”, afirma Lerner. “Las mujeres no tenían historia, eso se les dijo y eso se creyeron, que nunca ha habido personas como ellas que hubieran hecho algo importante por sí mismas”, algo digno de ser recogido históricamente. Por una simple cuestión numérica (sí qué pesadas nos ponemos con eso de que somos LA MITAD de la población mundial, pero más pesa el empeño en tratarnos como una minoría) es inconcebible que hubiese ocurrido ningún hecho histórico en todo el mundo sin que hubiese mujeres activamente involucradas en él, pero siempre hemos sido y hoy en día seguimos siendo las grandes ausentes en los libros de Historia. Gerda Lerner da con una de las claves del mantenimiento a lo largo de tantos siglos de la posición de desventaja de las mujeres con respecto a los hombres: la hegemonía masculina en el sistema de símbolos. La carencia de referentes femeninos del pasado que hayan vivido sin protección masculina o trascendido fuera del hogar nos ha lastrado a la hora de imaginar y construir nuestras alternativas de futuro y ha contribuido a naturalizar nuestra inferioridad como agentes históricos. ¿Cómo vamos a liderar una revolución si ninguna mujer la ha liderado? Si ninguna mujer ha escrito ningún tratado o novela que pueda considerarse gran clásico universal de la filosofía o literatura, será por algo, ¿no?

La negación a las mujeres de su propia historia, y su continua exclusión de la Historia con mayúscula, ha reforzado que aceptasen la ideología del patriarcado, y ha minado su autoestima. Esto ha tenido un claro efecto en el campo de la creación artística: las mujeres creativas siguen teniendo que enfrentarse a una realidad cercenada y que atreverse a crear viéndose a sí mismas como intrusas en un mundo de hombres. De este modo, sigue siendo más difícil para nosotras decidirnos a ser escritoras, pintoras, cineastas, fotógrafas…El canon oficial de toda disciplina artística ocupado por hombres a excepción por regla general de un par de mujeres nos obliga a ser eso, EXCEPCIONALES. Debemos poseer unas capacidades extraordinarias para poder entrar en el club privado masculino que es la creación simbólica y la explicación del mundo: ciencias, artes, filosofía… en fin, todo eso que en teoría nos distingue como seres humanos del resto de seres vivos. Esto significa que el patriarcado ha funcionado como una auténtica trituradora de autoras, con el consiguiente daño para la literatura.

¿Cuántas grandes novelistas, poetas, ensayistas… nos hemos perdido y nos seguimos perdiendo por culpa de un canon literario definido a partir de los textos bíblicos, los clásicos grecorromanos y Shakespeare? Eso no parece importarle a los que se preocupan tanto por preservar la riqueza y crecimiento constante del corpus literario. Todos parecen obsesionados por el hecho (totalmente inventado) de que en 2018 sería muy difícil que ninguna editorial se atreviese a publicar Lolita (Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas y parece que único faro que guía la literatura contemporánea) mientras les da absolutamente igual el torrente de libros que jamás han sido escritos por culpa de un orden social injusto.

Es evidente que no solo la construcción simbólica de una Historia sin mujeres nos ha impedido el acceso a la creación. Además de las prohibiciones y represión directa que las mujeres hemos sufrido durante siglos, nuestro rol social de madres y cuidadoras nos ha mantenido y mantiene apartadas de la empresa de crear pensamiento abstracto. Ellos han podido dedicarse a tiempo completo a elaborar hipótesis y cosmovisiones y a escribir novelas de varios tomos porque nosotras nos ocupábamos de sus necesidades físicas y emocionales y de las de su prole. Hoy, la mayoría de mujeres con inclinaciones artísticas (o de cualquier tipo fuera del trabajo doméstico y reproductivo) continuamos luchando contra un tiempo fraccionado, abocadas a la creación intermitente. Creedme, no es fácil inspirarse entre pilas de ropa sin planchar y berrinches de criaturas. “Ya no estamos en la Edad Media”, enseguida me responderán los mismos que para lo que les conviene recurren a un supuesto “revival” medieval. Cierto, ahora las mujeres somos “libres” para crear, pero seguimos lastradas por el síndrome de Cenicienta, solo podemos ir al baile si conseguimos terminar a tiempo todas aquellas tareas con las que la sociedad nos sigue sobrecargando. La realidad refuta esa supuesta libertad creativa.

Por lo tanto, el feminismo en su vertiente más reivindicativa, demandando el reparto igualitario de los cuidados, visibilizando ese trabajo reproductivo oculto y no remunerado con iniciativas como la Huelga del 8 de marzo, también se alía con la literatura. Una sociedad más igualitaria democratizará el acceso a la creación y duplicará por fuerza el número de artistas y por lo tanto de obras. Pone fin a la genialidad desperdiciada sirviendo a los genios.

Ninguna feminista ha pedido jamás que se alteren o eliminen obras, simplemente hemos decidido abordarlas y estudiarlas desde más puntos de vista que el de los valores estéticos, ahora que sabemos que dichos valores que supuestamente determinan la calidad literaria no son objetivos, porque han sido definidos exclusivamente por hombres con el privilegio de pertenecer a la “academia”, que no será otra cosa que una institución jerárquica y patriarcal mientras no se democratice de verdad tanto la creación artística como el estudio de la misma. La insistencia de Vargas Llosa de mantener separada la estética de la ideología o de cualquier valor social o ético no es nueva, y tampoco los repetidos vaticinios de la muerte de la literatura a manos de nuevas perspectivas críticas como la de género, la marxista, la decolonial o la semiótica. Uno de los críticos literarios más influyentes de nuestro tiempo, Harold Bloom, ya hablaba en los 90 exactamente en los mismos términos utilizados por Vargas Llosa, en su obra “El canon occidental”, conocida por su listado de 26 autores imprescindibles (23 hombres y 3 mujeres, cómo no) y cuya tesis podría resumirse en que la evolución de la creación literaria consiste en señores midiéndose las plumas con Shakespeare (cuya obra es para Bloom cima absoluta e irrepetible de la literatura). Este crítico y teórico literario estadounidense etiquetó como “Escuela del Resentimiento” a todas las corrientes de crítica literaria que no se limitaban a los preceptos de la calidad estética (maestría del lenguaje figurado, originalidad, exuberancia de la dicción…). Lo que Bloom identifica como común a todas esas teorías perniciosas que pretender adocenar la escritura y la libertad creadora, entre las que se encuentra la feminista, es su tendencia a utilizar criterios sociales o históricos a la hora de evaluar tanto las obras como a los autores merecedores de conformar el estándar rector de la creación literaria al que se supone que todo escritor busca parecerse. Venga, no seamos resentidas y agradezcámosle que incluyese a Jane Austen, Virginia Woolf y Emily Dickinson en su lista VIP.

Desde el momento en que quien decide qué tiene valor estético y qué no lo tiene es quien tiene el poder para hacerlo, y que a lo largo de la historia solo lo ha tenido una élite cultural formada por hombres ricos y blancos, la objetividad de esos valores no existe. La estética responde además siempre a la subjetividad, está afectada por el contexto histórico, la moral y la ideología dominante en cada época. El sesgo es inevitable, por lo tanto no solo es imposible separar la estética de la política, de la historia o de la ideología, sino que es deshonesto. Las nuevas corrientes críticas, como las que tienen en cuenta la perspectiva de género o la de clase, vienen a aportar honestidad: a reconocer que toda creación es ideológica en sí misma porque responde a una concepción específica del mundo y a señalar qué atributos de la forma y el fondo responden a dicha ideología concreta. Además, dejan al descubierto que se ha utilizado el canon y su falsa objetividad como arma de justificación de una supremacía literaria, para legitimar una posición privilegiada en el mundo literario. Si peligra el canon peligra el statu quo, de ahí el rechazo a reconsiderar y revisar sus criterios críticos y de clasificación y estudio de la literatura. Que la medida de calidad deje de ser en exclusiva esa entelequia estética que pretenden los Llosas y Marías no traerá el fin de la literatura, sino el fin de la jerarquía y la endogamia del mundo literario y artístico, confunden el fin del mundo con el fin de SU mundo, ese que creen que es de su propiedad, que les pertenece solo a ellos por derecho.

“Demasiadas abstracciones literarias que pretenden ser universales han descrito solo percepciones, experiencias y opciones masculinas y han falsificado los contextos sociales y personales en los que la literatura es producida y consumida”, nos recuerda Elaine Showalter, una de las pioneras de la crítica literaria feminista. Las obras consideradas como “clásicos” son aquellas que se elevan de la narración concreta a los grandes temas universales de la humanidad, como el Amor o la Muerte, pero esos grandes temas no han significado lo mismo para las mujeres que para los hombres, por ejemplo (sin ir más lejos el amor para nosotras ha sido un trabajo y una carga, para ellos liberación e inspiración). Nos enfrentamos de manera diferente a lo que se consideran los grandes retos vitales porque nuestra subjetividad está mediatizada por nuestras funciones sociales, que han sido divididas y repartidas por sexo, género, origen. El feminismo, el marxismo, el antirracismo… ponen en duda la existencia de algo como literatura universal, porque ha sido literatura escrita por seres humanos liberados de toda carga cuyos personajes protagonistas son mayoritariamente otros seres humanos liberados de toda carga; con tiempo, dinero, poder o autonomía suficiente para declarar guerras, sentir angustia existencial, buscar tesoros, emprender aventuras, vivir amores imposibles o “desfacer entuertos”.

Solo facilitar el acceso a la creación y mejorar la representatividad de las ficciones, no como imposición sino como consecuencia lógica de un cambio de mentalidad que supere los prejuicios patriarcales (entre otros) universalizará de verdad la literatura, que no conocerá límites y será precisamente como quiere Vargas Llosa: “genuina, subversiva, incontrolable”. Es ahora cuando es “políticamente correcta”, al seguir reproduciendo consciente o inconscientemente los automatismos de la ideología política del sistema en el que está inserta (el patriarcado en la versión 4.0 del capitalismo neoliberal). Contra las viejas dominaciones, explotaciones, discriminaciones e inquisiciones; simplemente traemos nuevas inclusiones. Empezando por recuperar a las autoras “perdidas” (más bien borradas) como Luisa Carnés. Escribimos nuestra Historia para que seamos cada vez más escribiendo historias.


viernes, 16 de marzo de 2018

Víctimas y combatientes

Este domingo una mujer generosa, en un acto de los más generosos que se han podido ver en un medio como la televisión destinado mayoritariamente a ser espejo narcisista, se desnudó en “prime time” delante de cientos de miles de telespectadores. No como se vio obligada a hacer durante años delante de más de una decena de hombres al día en un prostíbulo de Alicante (sí, ese tipo de hombres dispuestos a “pagar por penetrar mujeres que no les desean”, tal como ella se refiere a ellos). Amelia Tiganus acudió al programa “Salvados” para mirarnos directamente a los ojos y contarnos sin apartar la mirada que vivimos en una sociedad que fabrica y vende esclavas. Y que además fue una de ellas, aunque durante demasiado tiempo no lo supo. Esta vez sí fue un desnudo consciente y voluntario, dejar al descubierto su experiencia en nombre de todas las que no pueden hacerlo.

Todo comenzó cuando tenía 13 años, una tarde en la que al salir del colegio un grupo de hombres la abordó de camino a casa para violarla. Parecería que eso es lo peor que le puede pasar a una niña de su edad, pero lo peor estaba por llegar. Su familia la culpabilizó y su círculo social le hizo creer que algo en ella estaba mal y que por eso había acabado violada. “No vales para buena mujer”, le dijeron. Durante el resto de su adolescencia, cuatro años seguidos, siguió sufriendo violencia física y sexual por parte de hombres de su entorno. Como no tenía forma de escapar de esa espiral de abusos aceptó la solución que le propusieron, dejaría de ser violada si se dejaba violar por dinero. Ya no serían agresiones, sería su trabajo y medio de vida.

En Rumanía, su país de origen, los proxenetas que la captaron la vendieron por 300 euros a otro proxeneta español. Suena horrible, pero ella lo vivió como algo positivo. Estaba convencida de que toda la responsabilidad era de ella y que era su elección. “Creía de verdad que estaba cumpliendo mi sueño. Dentro del trauma me ilusionaba tener el control de los abusos”, rememoraba Amelia. Justamente le habían hecho creer que había nacido víctima, que era defectuosa en sí misma, y  eso no le gustaba, así que esta era su oportunidad de pasar de objeto pasivo a ser sujeto activo. A pesar de asistir a su propia compra - venta no se identificaba como víctima de esclavitud, creía de verdad que había negociado ella misma un trato que le resultaría favorable.

Nadie quiere considerarse a sí misma como una víctima. El ser humano tiende a resistirse a ello. Cuando sufrimos graves traumas nuestra mente recurre a diversos mecanismos de autoengaño, por así decirlo, para evadirse de la realidad, porque la consciencia de sabernos víctimas es demasiado dolorosa. A menudo insoportable. La ilusión de estar al mando en cierto modo o en un mundo paralelo en el que no estamos siendo dañados es cuestión de pura supervivencia. “Me siento muy orgullosa de no haberme suicidado”, dice hoy Amelia, por si queda alguna duda.

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miércoles, 7 de marzo de 2018

El fin del puritanismo

Dicen que un fantasma de puritanismo feminista recorre el mundo artístico por culpa del movimiento #MeToo. Artistas de distintas disciplinas han dado un paso al frente para defender la libertad sexual en peligro. Pero… ¿y si, sin saberlo, los puritanos fuesen en realidad quienes han salido a combatir ese supuesto renacimiento de la moral puritana?

Puritanismo es la palabra de moda desde hace semanas en los medios de comunicación, concretamente en el ámbito de las artes y la cultura. Hay muchos escritores, periodistas, guionistas… proclamando su preocupación por lo que consideran una “ola purificadora” contra la libertad de creación y expresión y un ambiente de “sociedad totalitaria” que persigue la libertad sexual e impone un modelo de buen comportamiento sexual similar al de la moral victoriana. Un centenar de mujeres, artistas francesas, capitaneadas por la escritora y marchante de arte Catherine Millet, abrieron la espita publicando un manifiesto contrario al movimiento #MeToo (que denuncia el acoso sexual sufrido por las mujeres en el ámbito profesional), surgido a raíz del caso del productor de Hollywood Harvey Weinstein. En él afirmaban que las feministas exageran confundiendo la seducción y la galantería con los ataques sexuales, y defendían el derecho de los hombres a “importunar” y el de las mujeres a disfrutar de ser el objeto sexual de un hombre si se les antoja.

La señora Millet, en una tribuna titulada “La mujer no es solo un cuerpo”, ha seguido ahondando en su cruzada contra el fantasma del puritanismo feminista que supuestamente recorre el mundo artístico, y lo ha hecho de una manera que resulta paradójicamente muy puritana, destacando la supuesta capacidad innata de las mujeres para soportar las relaciones sexuales que les desagradan a través de la abstracción mental, y apelando a la doctrina cristiana de la distinción entre cuerpo y alma y la prevalencia de ésta sobre la materia corpórea. Si esto no es puritanismo, se le parece mucho, aunque por haber “perdido la cuenta de las pollas de desconocidos que atrapó al vuelo por las calles de París”, tal y como la propia Catherine Millet relataba en un libro autobiográfico sobre su vida sexual, ella se considere en las antípodas de la moral puritana. Millet reivindica la condición de mujer objeto, y ¿qué es si no un objeto la mujer en la concepción puritana de la sexualidad? Un simple recipiente de fluidos y herederos, sin derecho a decir que no.  

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martes, 27 de febrero de 2018

El sexo debe ser divertido

En una cultura tan hipersexualizada como la occidental, en la que la religión ha perdido mucha de su capacidad de control sobre la sexualidad de las personas, con cantidades ingentes de todo tipo de pornografía gratuita al alcance de un clic, multitud de aplicaciones móviles de ligue, métodos anticonceptivos accesibles, en la que se practica habitualmente el sexo esporádico fuera de las relaciones de pareja… las violaciones siguen estando a la orden del día. En España se denuncian cada año 1.200 violaciones, y si tenemos en cuenta que se estima que solo el 5% de las mujeres agredidas se atreven a denunciar, la calculadora salta por los aires. Solo en la UE en el año 2015 se registraron 215.000 delitos de agresión sexual. Atribuir un problema social de tal magnitud a una supuesta represión moralista o a la fogosidad insatisfecha por falta de sexo sería como mínimo intelectualmente deshonesto. Tampoco el discurso de que quienes violan son monstruos excepcionales, unos cuantos perturbados, es suficiente para abarcar un fenómeno de depredación sexual tan extendido. 

Sin necesidad de mentar a la bicha (SÍ, EL PATRIARCADO), cualquier observador algo atento puede advertir una tendencia, un patrón que se repite, una cuestión estructural. Las circunstancias fortuitas de una noche de fiesta que se desmadró o la mala suerte de tener un delincuente sexual recurrente en el vecindario no sirven para explicar un grave problema de índole social. Dados los alarmantes datos, y a la luz del hartazgo generalizado de las mujeres, que se están organizando a nivel internacional para la jornada de huelga feminista del día 8 de marzo, y que se ha visibilizado hasta en los estamentos más privilegiados y cercanos al establishment, como es la industria cinematográfica de Hollywood; deberíamos tener a profesionales de todas las disciplinas y a los cargos públicos investigando frenéticamente sus causas y analizando la forma política de atajarlo. A la opinión pública y su reflejo mediático presionando para ello. Sin embargo, ¿qué tenemos? Un incesante goteo de manifiestos, columnas y declaraciones hablando de “puritanismo”, “moral victoriana”, “galantería”, “seducción”, “derecho a importunar”, de que el “deseo sexual”, “la libertad sexual” o el “sexo divertido” están bajo amenaza. 

La conversación en los medios de comunicación gira en torno al sexo aunque la violación no es una relación sexual, es una imposición de poder. No tienen nada que ver las conductas de acoso y las violaciones con un impulso sexual incontrolable o una necesidad de sexo que no ha podido satisfacerse por otra vía que la de forzar a una mujer. Esta es una de las enseñanzas más valiosas del feminismo y del análisis de la realidad con perspectiva histórica de género. Cuando un hombre viola a una mujer, no es porque se sienta atraído por ella, no es ella la que le provoca excitación sexual, es el hecho de ejercer su poder sobre ella, de someterla y humillarla, lo que le excita. Por eso carece de relevancia el aspecto de la víctima, qué decía, cómo vestía, cómo actuaba, si se había mostrado amable o cortante con el agresor, si le había sonreído, susurrado o acariciado un brazo. El acoso y la violencia sexual no operan en el campo de la seducción, el deseo o el placer sexual, sino que se mueven en la esfera de la dominación masculina, del ejercicio de poder. Fue a ella, pero podría haber sido a otra, cualquiera.

  • El falso dilema pro-sexo vs anti-sexo
En una actitud similar a la de las sectas religiosas antiabortistas, que ante la lucha feminista por el aborto libre y legal se empeñaban en situar el debate en términos de “pro-vida” o “anti-vida”, la reacción al movimiento feminista en contra del acoso y la violencia sexual se esfuerza en crear un falso dilema entre partidarios del sexo y contrarias a él. La lucha por la autonomía reproductiva de las mujeres se convertía en aquel marco en una guerra contra la reproducción en sí misma y la vida de bebés imaginarios (recordad, un feto NO es un bebé), y ahora la lucha por la autonomía sexual de las mujeres se convierte en una guerra contra el sexo y las relaciones sexuales también imaginarias (recordad, una violación NO es una relación sexual). 

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lunes, 19 de febrero de 2018

La huelga de todas las trabajadoras

La última empresa en la que trabajé era una muy pequeña, en realidad como todas en las que he trabajado*. La plantilla la formábamos cuatro mujeres menores de 30 años. No cuento entre el personal laboral a nuestro jefe de 60 años, porque aunque se pagaba a sí mismo un salario como gerente, como buen “empresaurio” español medio, no hacía nada más que entorpecer el trabajo de sus asalariadas, a las que cómo no, llamaba “sus niñas”. 

No procederé a elaborar un catálogo descriptivo de los agravios sexistas que sufrimos por parte de aquel típico ejemplar del actual empresariado patrio, porque no dispongo del espacio suficiente y porque sé que escribo para una audiencia capaz de imaginar con mucha precisión cuán agradable podría resultar la jornada de cuatro mujeres profesionales jóvenes con este patrón al mando. Sin embargo, creo necesario compartir un par de momentos álgidos de mi relación contractual con dicho espécimen: las presiones recibidas para reducir mi nómina después de que conoció la profesión de mi marido porque según él “tú no necesitas cobrar tanto” y la insistencia durante mi embarazo en que debería trabajar desde casa en mi baja de maternidad, invitándome a un fraude a la Seguridad Social en nombre del “ya sabes que tal como están las cosas las empresas no pueden permitirse trabajadoras embarazadas”.

Esa relación no duró mucho más allá de cuando di a luz, porque debido al (más que esperado) trato recibido durante el permiso maternal cursé la debida denuncia por discriminación tras la correspondiente consulta con mi sindicato y todo acabó a las pocas semanas en indemnización por despido improcedente. 

Mi experiencia en anteriores empresas ya me había enseñado lo que significa ser, además de asalariada, mujer: partimos de una educación en la que el ideal del comportamiento femenino consiste en agradar y cumplir las expectativas ajenas; si opinamos con vehemencia se nos cuelga el “sambenito” de conflictivas; no se incentiva precisamente que seamos más eficientes que nuestros compañeros de trabajo varones o que desarrollemos mejores dotes de liderazgo; sufrimos las dinámicas de funcionamiento de estilo familiar que se vive en las PyME y que se traduce en un trato paternalista y de continuo chantaje emocional hacia las mujeres; pende sobre nosotras el riesgo laboral añadido del acoso sexual. 

No obstante, esta última empresa fue la mejor escuela, salí de ella con un Master en Conciencia de Clase y de Género. Comprobé de primera mano que nosotras no somos consideradas sujetos económicos autónomos, sino una extensión del hombre asalariado a través del núcleo familiar. Fue en ella donde padecí por primera vez la locura de una sociedad patriarcal que sigue sacralizando la maternidad y el cuidado de la familia inserta en un modelo de producción que penaliza y excluye a las mujeres que son madres.

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lunes, 29 de enero de 2018

#MeToo o los tres anuncios en las afueras que son de todas

A Mildred Hayes le asesinaron a su hija a pocos metros de su hogar. La violaron repetidas veces y después quemaron su cuerpo. Según la autopsia, murió mientras la violaban. Pocas formas puede haber más horribles de morir. Pocas cosas más dolorosas puede haber que tener que vivir sabiendo que tu hija pequeña murió así, probablemente llamándote a gritos sin que pudieras oírla esta vez, sin que pudieras salvarla de la caída segura como cuando solo era una niña que aprendía a caminar.

Han pasado siete meses y Mildred ya ha asumido que no puede hacer nada que devuelva la vida a su hija. Ha aprendido a cargar con su dolor, pero no está dispuesta a ocultarlo. En Ebbing, Missouri, el pequeño pueblo donde todo ha ocurrido, el día a día transcurre como si nada hubiera pasado. Como si una chica de 17 años no hubiese sido torturada hasta la muerte nada más salir por la puerta de casa, como si no hubiese podido ser su asesino cualquier vecino, como si la víctima no hubiese podido ser cualquier otra vecina. Como si no pudiese volver a pasar. No, Mildred no va a resucitar a Angela, pero va a despertar las conciencias dormidas de toda la gente del pueblo, de todo el Estado y de todo el país, si se lo propone.

Simplemente colocando unos sucintos mensajes en tres vallas publicitarias en las afueras de Ebbing, esta mujer consigue desatar una pequeña gran revolución.  "Violada mientras moría. Aún ningún arresto. ¿Cómo puede ser, jefe Willoughby?”. Con este sencillo gesto, la señora Hayes pasa de tener la compasión unánime de su vecindario a ser la persona más incómoda y odiada. De víctima a verdugo de un día para otro. ¿Por qué? Porque ha roto la ley del silencio. El dolor de una madre debe ser decoroso, abnegado ante todo. Porque se ha atrevido a señalar al sistema. Si las agresiones sexuales contra las mujeres están a la orden del día es porque los responsables de prevenirla y evitarla no están haciendo su trabajo. Resaltar la impunidad endémica de este tipo de crímenes convierte en cómplice a toda una sociedad construida sobre la normalización de determinados niveles de violencia contra la mujer.


Mildred contrata tres vallas a las afueras de su pueblo para reflotar el caso sin resolver de su hija violada y asesinada


Hayes se gana el odio de sus convecinos porque no antepone el bienestar de los demás al suyo propio, como se supone que toda mujer debe hacer. Ese jefe de policía al que señala por no avanzar en la investigación del caso de su hija se está muriendo de cáncer. ¿Qué clase de desalmada criticaría a un moribundo? Y no un moribundo cualquiera, es el hombre más querido y respetado del pueblo, padre amantísimo de dos niñas, mentor y figura paterna de los agentes a su cargo, garante de la seguridad de una comunidad a la que ha servido durante toda su vida. Está enamoradísimo de su esposa y jamás violaría a ninguna mujer, deberíamos admirarle por ello, como a Matt Damon. ¿Por qué se ha atrevido Mildred Hayes a apuntar con su dedo a un hombre decente?  

El dedo de esa madre cabreada se ha hundido hasta el fondo en la llaga del sistema: la mayoría de hombres que jamás matarían o violarían a una mujer no están haciendo lo suficiente para que los que sí lo harían no las maten ni violen. El decente jefe de policía, que lamenta de veras lo que le ha pasado a su hija, también hace chistes machistas en la comisaría, no aplica sanciones disciplinarias a los agentes que torturan negros o humillan a mujeres, no ha priorizado la resolución del que probablemente ha sido el caso más violento de toda la historia de su jurisdicción… No, él no la ha matado, pero es uno más de los hombres con poder que lo utiliza para privilegiar a otros hombres y que conforma una cultura en la que es posible violar mujeres sin sufrir consecuencias.

Este es el argumento de “Tres anuncios en las afueras”, la película de Martin McDonagh protagonizada por una indomable Frances McdDormand, tan aclamada por ser un gran retrato de los prejuicios de la América profunda, el lado oscuro del gran sueño americano que ha hecho posible la victoria de Trump. Quizá ese ha sido el error que ha facilitado el “inesperado” ascenso a la Casa Blanca del republicano más retrógrado y chabacano posible, el creer que esos prejuicios son los de la gente con menos recursos o de las zonas rurales, de los que no han tenido acceso a formación académica, de los “rednecks” y la “white trash”. Sin embargo, tenemos a señores de las élites culturales de todas partes del planeta hablando de “caza de brujas” después de que muchas de las actrices de Hollywood decidiesen poner sus tres anuncios en las afueras de la industria cinematográfica y hablar abiertamente del acoso sexual inherente a la misma e incluso dar los nombres de sus acosadores. Los más selectos cineastas, autores consagrados, directores de filmotecas, actores multipremiados, y no sólo hombres, también mujeres, como las cien artistas del manifiesto de Francia (es decir, “la crème de la crème” del ámbito artístico) se han lanzado a poner el grito en el cielo contra las mujeres que han decidido dejar de callar. No son precisamente un cura de una aldea sureña ex esclavista.

Es justo el mismo proceso de los “paletos” hostigando y presionando a “la loca del pueblo” para que retire esos molestos anuncios y muestre el debido respeto a la máxima autoridad del lugar, su héroe de toda la vida, el que están llevado a cabo esos sofisticados defensores de la libertad artística y de expresión que llaman censura a que ahora las mujeres hablen sin tapujos del abuso sexual sistemático que sufrían en silencio. Ebbing, Missouri es la aldea global del patriarcado en la que todos los señores se han puesto nerviosos porque peligra el cómodo estado de las cosas que les proporcionaba la omertá y la seguridad de un prestigio que les hacía intocables. Se ha abierto la veda contra cualquier hombre, sin importar su status o su talento, sin que todo lo que haya aportado a la sociedad, creado o trabajado sirva como salvoconducto para que no le tengamos en cuenta su comportamiento machista de depredación sexual. Parece que caminamos hacia el fin de la inclusión de la libre disponibilidad del cuerpo de las mujeres  en el “pack” completo del éxito masculino, y les está costando un poquitín aceptarlo. De ahí el cierre de filas, ese corporativismo mafioso (tenemos que defenderle porque es “uno de los nuestros”) como intento desesperado de taponar la sangrante vía de agua abierta en el pacto de silencio.

No es inocente que recurran a la baza del victimismo. Ya no hay forma de defender lo indefendible, el rechazo social hacia los acosadores antes idolatrados crece imparable. Por ello deben buscar la forma de dar la vuelta a las tornas: hay mujeres malvadas que con su exageración y puritanismo están poniendo en peligro preciados patrimonios de la humanidad, desde la galantería y la seducción hasta la filmografía de Polanski o los poemas de Pablo Neruda. Sus reivindicaciones de igualdad de género llevarán a una suerte de estado totalitario en la que no se podrá ligar ni bailar reggaetón. Que pretendemos quemar libros y celuloide, dicen. 

Quieren hacer pasar por censura que la mitad de la población silenciada hasta el momento pueda contar su versión de los hechos, que el público pueda tener toda la información de cualquier creador para decidir con total libertad si quiere financiar con su dinero una obra dirigida por un pederasta o producida por un violador. Sin entrar en el recurrente debate de si debemos separar al autor de su obra (como si eso fuese posible, pues la autoría en sí misma consiste en la traslación artística de la propia subjetividad, al igual que es imposible separarla de su contexto histórico, de las corrientes de pensamiento dominantes y de la relaciones sociopolíticas y económicas por las que se ha visto influida), no hay razón para justificar que la audiencia no deba conocer las circunstancias de quien firma y ejercer su derecho de admisión. Ninguna. ¿Cómo va a ser censura que ahora tengan canales desde los que contar su historia quienes hasta ahora tenían un acceso limitado o directamente vetado en los medios de comunicación tradicionales? ¿Cómo va a ser restrictivo que ahora podamos escuchar más opiniones que las de los líderes de opinión y leer más relatos que los de las vacas sagradas del periodismo, cine o literatura?

Y es que lo que está en juego es la cosmovisión hegemónica y el orden de las cosas sustentado en ella. Que empecemos a preguntarnos sobre la posible misoginia de los guiones, a realizar análisis de género de cualquier obra, que nos preocupe la discriminación o los abusos sufridos por las mujeres que las han protagonizado, que rechacemos apologías del machismo y el racismo, que ya no estemos dispuestos a admirar ni a ser indulgentes con violadores y acosadores… hace tambalearse los mismísimos cimientos de la gran pirámide patriarcal. Saben de buena tinta que no buscamos quemar los archivos de las filmotecas, que no vamos a prohibir a Ford o a Bertolucci, ni a hacer hogueras con novelas de Houellebecq o cuadros de Picasso. Simplemente ya no nos conformamos con un mundo interpretado solo por Platón o Kant, ni relatado solo por Mozart, Shakespeare, Hemingway o The Beatles. Hemos venido para cuestionar esa supuesta objetividad del canon de los clásicos, para democratizar la cultura y reclamar nuestro espacio. Eso por fuerza reduce el suyo, por eso se comportan cual “rednecks” defendiendo con su escopeta las lindes de su parcela.

Si tan convencidos están de su talento y de la calidad de sus obras, no tienen motivo para temer que se facilite el acceso a la creación de toda persona que quiera crear, independientemente de su sexo, clase o condición. La diversidad solo redunda en esa libertad de expresión que dicen proteger, y en la libertad de decisión del público, que tendrá muchas más opciones entre las que elegir.  


Lo que está claro es que movimientos organizados como el #MeToo o el anunciado hoy por un nutrido grupo de artistas españolas bajo el lema #LaCajadePandora, y no tan organizados, como las manifestaciones espontáneas autoconvocadas durante el juicio de la violación múltiple de San Fermines o la proliferación de activistas feministas en las redes sociales y de mujeres anónimas contando sus experiencias de acoso y abuso, ayudándose y avisándose mutuamente entre ellas; son una útil herramienta contra la discriminación y las diferentes formas de violencia machista. Estas redes de apoyo y resistencia que estamos comenzando a tejer son todavía solo tres anuncios en las afueras del sistema, no van a poner fin a la injusticia de por si, al igual que las vallas de Mildred no podían devolverle la vida a su hija ni hacer pagar a su asesino. Pero romper el silencio es el primer (e imprescindible) paso para romper las cadenas.  Un mundo en el que se puede cuestionar a un bonachón sheriff de pueblo que no se pierde la misa de los domingos o en el que peligran fenómenos casi meteorológicos como el estreno anual de la película de Woody Allen, es un mundo que sin lugar a dudas está asistiendo al crepúsculo de sus dioses.

viernes, 26 de enero de 2018

Un verano para toda la vida

En el verano de 1993 yo también tenía seis años, como Frida. Disfrutaba con las mismas cosas que ella: desgañitándome al cantar “Toma Mucha Fruta” de Bom Bom Chip, persiguiendo al malvado junto a D’Artacan y los Tres Mosqueperros, jugando con mi hermana a imitar a los mayores y grabando chorradas en mi primer casette, el de Fisher-Price. Aquel verano de Frida podría ser a simple vista el mío o el de cualquier otra niña, un verano más de correr entre las piernas de las parejas que bailan agarradas en la verbena del pueblo, de esperar ansiosa cada tarde a que pase el tiempo reglamentario de digestión para zambullirte en el mar o la piscina, de sentarte a ver cómo mamá forra los libros nuevos antes de que empiece el cole.


Frida y su prima Ana jugando con la grabadora de Fisher Price


El verano en que la vida de Frida cambió para siempre, en que murió su madre y vio cómo vaciaban la casa en que vivió con ella desde que nació, en el que dejó su barrio y a sus amigos atrás, su familia se empeñó en que ella viviese un verano normal y corriente, como otro cualquiera, como si no hubiera pasado nada. Que Frida volviese a tener un papá y una mamá, y ahora incluso una hermanita pequeña con la que entretenerse para olvidar, que tuviese de nuevo un hogar y un cuarto en el que colocar con mimo sus muñecas. Pero sí que pasaba algo, claro que pasaban muchas cosas. Que aquellos eran sus tíos y no sus padres, que no sabía cómo compartir su espacio con una prima convertida en hermana improvisada, que aquella casa en el campo no era su sitio, que le daban miedo las gallinas y no sabía diferenciar las coles de las lechugas, que no le gustaba beber leche fresca. ¿Qué hacía ella allí? ¿Por qué fingía que nada había cambiado si había cambiado todo?

Cuando hablamos de recuerdos, solemos pensar en fechas, objetos guardados, hechos históricos, souvenirs, fotografías. Pero la memoria se compone sobre todo de emociones, no se rige por la cronología, no tiene introducción, nudo y desenlace. Más que recordar qué pasó, recordamos cómo nos hizo sentir aquello que pasó; más allá de los sentimientos y sensaciones, de las mariposas o el nudo en el estómago, del miedo o la euforia, nuestros recuerdos son más cercanos a la ficción que a la realidad, son historias que nos contamos a nosotros mismos, con muchos detalles suprimidos o añadidos a posteriori, en la guionización de nuestra mente. Eso es “Verano 1993”, no es un viaje a un lugar y un tiempo pasado, sino un paseo por las emociones pasadas. El gran logro de esta película es transmitir todas las emociones experimentadas por esa pequeña de mirada intensa y pelo rizado, desde dentro, que podamos verlo todo a través de sus ojos. Vivimos su incertidumbre y desubicación, su lucha entre querer ser querida y no atreverse a dejarse querer, sus momentos de despreocupación en los que se sorprende a sí misma siendo simplemente una niña más. No interesa cómo transcurrieron con exactitud aquellos calurosos meses, sino observarlos justamente como los recuerda Frida, sentirlos como ella los sintió.

Además de mostrar con precisión el funcionamiento de la memoria infantil, con sus momentos aparentemente intrascendentes pero llenos de significado, que nos marcarán en la vida adulta y formarán parte indivisible de nuestra personalidad, este filme dirigido por la debutante Carla Simón tiene el mérito de abarcar en toda su complejidad el rico mundo interior de la niña a la que retrata. A menudo los adultos tratamos a los más pequeños como si fuesen tontos, hablamos de ellos como si no estuvieran delante, restamos importancia a lo que dicen, les mandamos callar cuando más tienen que contar, tomamos en todo momento todas las decisiones por ellos sin hacerles partícipes ni preguntarles cómo estas les hacen sentir. Esta forma condescendiente que tenemos de considerar la infancia se refleja perfectamente en la película, en algunas escenas memorables como las discusiones cuando toda la familia se reúne a la mesa o en los comentarios que hace la gente del pueblo ante Frida. Colocando el foco desde el interior de la niña hacia fuera, “Verano 1993” reivindica que los niños son personas que piensan y sienten por sí mismos, que les afecta lo que los mayores dicen sobre ellos, que les marcan las etiquetas que les ponen, que se enteran de cuando nos peleamos por su causa aunque intentemos aplacar los gritos cerrando la puerta o la ventana, que vale la pena escucharles y responder con honestidad a sus preguntas.

Aunque su madre acaba de morir y ya su padre había muerto tres años antes, la muerte es un tabú en la vida de Frida. Nadie le habla directamente de ella: su abuela le enseña a rezar y le dice que su mamá la cuida desde el cielo a pesar de lo alocada que era, las vecinas cotillean sobre la enfermedad que se la llevó, las madres de los otros niños se alejan para evitar posibles contagios, el médico quiere repetirle pruebas una y otra vez… pero nadie se sienta a explicarle qué ha pasado en concreto para que pueda entenderlo, para que no tenga que vivir atenazada por el miedo a lo desconocido. Un "tranquila, todo está bien" cuando nada está bien tiene un efecto contraproducente. Si todo está tan bien, ¿por qué me siento tan mal? ¿Acaso estoy loca? 

“Verano 1993” nos enseña que, a diferencia de lo que se suele creer, los niños no ignoran los temas de los que evitamos hablarles, y como los rasguños de la piel, lo que se tapa tarda más en curarse, las heridas del alma también deben cicatrizar al aire. En lugar de recurrir a maniobras de distracción, de limitarse a contrarrestar el tsunami de tristeza con una inundación de regalos; es necesario ponerle nombre a lo innombrable, hablar de lo que nadie habla, también con los más pequeños, pues con la comprensión de quienes les cuidan son capaces de comprender hasta lo más incomprensible, de dar sentido a lo que no lo tiene, como la muerte de tu madre cuando más la necesitas. Solo asumiendo lo que ha ocurrido se puede superar. Otra vez, como con las heridas, si escuece es que se está curando. Para ello no precisan nada más que tener a su lado a alguien que esté dispuesto a responder con cariño y sinceridad a todas las preguntas que se les ocurran, sobre todo esas que hacen doler la tripa, que les sople los cortes de las rodillas y les preste unos pies sobre los que subirse para bailar. Poder contar su historia en voz alta siempre que lo necesiten, como ha hecho Carla Simón tantas veces a lo largo de su vida, proceso de curación que ha culminado con esta maravillosa obra de arte. 

El relato arranca con una pregunta que le hace una amiga a Frida el día que abandona su anterior vida para iniciar otra completamente distinta: “¿Y tú por qué no estás llorando?”. A ningún espectador le ha pasado desapercibido que la niña no llora en toda la película hasta su hermoso e inmejorable final, en el que estalla en un llanto incontenible en un momento de lo más inesperado, en mitad de una “guerra” de cosquillas precedida de divertidos saltos en la cama. Frida no lloraba porque no tenía un sitio seguro donde poder hacerlo. Se había quedado de repente sin su almohada, sin su hogar, sin el regazo de su madre. Llorar es bajar la guardia, es mostrarse vulnerable. Para atreverse a llorar, a desproteger por completo los sentimientos, hay que sentirse protegido y contar con un lugar que haga las veces de fortaleza. En cuanto es consciente de que no caerá al vacío, de que tiene una red bajo sus pies, de que van a cuidarla, de que no está sola, las lágrimas comienzan a brotar. Ya puede dejar salir su dolor a chorros. Por eso esas lágrimas no son solo de pena, también son de liberación, de alivio. El río se ha desbordado para comenzar el camino de vuelta a su cauce.