jueves, 7 de diciembre de 2017

Y si era muy ligona, ¿¿qué??

¿Qué va a pensar mi madre? Esta es la duda que me atormenta mientras estoy intentando poner por escrito lo que quiero contaros. No puedo dejar de pensar en ella. En si le daré un gran disgusto. En si se enfadará mucho conmigo. En si voy a decepcionarla. Es curioso, me siento como una niña pequeña que haya roto o estropeado algo valioso, con miedo a ser descubierta. Pero necesito, no, más bien debo hacerlo, es el momento de hablar de esto.

El juicio de la violación múltiple de Sanfermines ha devuelto a la actualidad el caso de  Nagore Laffage, la chica que fue asesinada por Diego Yllanes hace nueve años durante las mismas fiestas, por resistirse y negarse claramente a tener sexo con él. Si no hubiese opuesto resistencia quizá hoy estuviese viva y “sólo” habría sido violada y humillada por la opinión pública y la defensa de su violador por no haber expresado su rechazo sin equívocos y haber subido con él voluntariamente hasta su casa de madrugada. Su familia tendría que soportar el sensacionalismo de los magacines televisivos, se realizarían encuestas en las redes sociales sobre si ella consintió o no, la llamarían “guarra” y “calienta braguetas” en las sobremesas de muchos hogares, se discutiría en muchos centros de trabajo sobre si esa fatídica noche le causó un auténtico trauma y probablemente un detective privado habría seguido sus pasos de cerca. Pero lo más seguro es que su cuerpo no hubiese acabado tirado dentro de una bolsa en un monte a las afueras de Pamplona.

Sin embargo, su no rotundo, su amenaza de denunciar a su agresor, no sirvió siquiera para librarla de las sospechas del jurado popular designado para su juicio: ¿”Nagore era muy ligona?” fue la única pregunta que se les ocurrió formular en todo el proceso. Una chica de veinte años asesinada de una brutal paliza, con un dedo amputado por un hombre que llamó a un amigo para pedirle que le ayudase a deshacerse del cadáver, y lo más importante siguió siendo a ojos del público la actitud previa de la víctima. Es esa pregunta la que no deja de retumbar en mi cabeza. Porque yo sí era muy “ligona”. ¿Quiere decir eso que si sufro una violación y la denunció mi agresor será absuelto? ¿Significa que lo habré merecido? 


Preguntaron "ligona" pero todas sabemos en qué palabra estaban pensando
   

Seré sincera, yo era más que “ligona”. Según los estándares de la rediviva inquisición sexual a la que nos siguen sometiendo a las mujeres, yo era una “zorra” en toda regla. Aunque no mantuve relaciones sexuales con nadie hasta que llegué a la universidad, me despaché a gusto durante mis años de carrera. Ni siquiera me acuerdo de con quién perdí ese invento llamado virginidad. A pesar de que había llegado a la facultad con un novio de los oficialísimos, mi primera vez fue con un desconocido un jueves de esos de obligatoria fiesta nocturna con borrachera. Un chico cualquiera de los que te encuentras en el pub de última hora y se ofrecen amablemente a acompañarte durante la larga caminata de vuelta a la “resi”. Ni siquiera me acuerdo de su nombre, aunque llevo más de una década intentando recordarlo. Lo siento, Comotellames.

Así que mi primera vez no fue una experiencia religiosa ya no con el hombre de mi vida, ni siquiera con alguien especial al que decidiese entregarle eso que se considera el mayor tesoro de una mujer. No me reservé para nadie. Mal empezamos. Lo que vino después puede resumirse en las siguientes cifras: dos relaciones estables, una de ellas con cero orgasmos, más infidelidades de las que me gustaría reconocer, innumerables gilipollas de una noche, contadísimas agradables sorpresas que me hubiera gustado repetir pero se quedaron en irrepetibles y un par de píldoras del día después. Ningún embarazo no deseado ni ETS reseñable si obviamos las malditas cistitis y alguna candidiasis. Pues tampoco es para tanto, ¿no?

Con ese “historial” que no se diferencia demasiado de cualquier estudiante corriente, el veredicto está claro: puta y reputa. Siendo tan casquivana y sobre todo, tan poco prudente, diréis que he tenido suerte de no haber sido violada o algo peor. Creedme, tal como están las cosas yo misma me digo a veces que de buena me libré. Que con los riesgos que tenemos que correr las mujeres no vale la pena ejercer la libertad sexual que en teoría nos pertenece. ¿En qué estaba pensado?

Tampoco creáis que me fui de rositas. Viví unas cuantas situaciones de acoso durante aquellos años de “inconsciencia”. Mi primer novio no se tomó bien que lo dejase y estuvo llamando a mis amigas y siguiéndome durante muchos meses. Uno de esos chicos de una noche se obsesionó conmigo y llegó a amenazarme abiertamente en varias ocasiones por no responder a sus mensajes. Una vez me llevé el susto de mi vida porque un chico con el que quedaba de vez en cuando me dejó tras una discusión encerrada con llave en su piso hasta que volvió de trabajar. También mantuve mucho sexo consentido pero no realmente deseado. Es el precio que todas tenemos que pagar por no comportarnos como lo que todavía demasiada gente llama “damas”. Sí, me gustaba tontear, me encantaba esa adrenalina de la seducción, me divertía conocer chicos diferentes, coquetear, interpretar distintas versiones de mí, sentirme deseada. Tanta frivolidad en una mujer no puede salir gratis, claro. Un chico en exactamente mi misma posición sería considerado un máquina. ¡Bien hecho, campeón, así es como se aprovechan los años de estudio! Yo, sin embargo, no soy más que un juguete roto. ¡Qué lástima de chica, vaya forma de echarse a perder…!        

Pero todavía no os he contado lo que realmente me quema por dentro, algo que todas estas semanas de juicio de “La Manada” me ha removido. Algo que había olvidado y hasta ahora me había parecido una anécdota más. Hubo una vez un chico con que el que quedaba a menudo pero que no pasaba de parecerme majo. No me atraía sexualmente en absoluto. Me caía muy bien, eso sí. Hablábamos sobre todo de cine, íbamos de vez en cuando a ver pelis juntos. Una tarde al salir de la redacción en la que estaba haciendo prácticas en aquel momento, me invitó a cenar. Dijo que quería enseñarme un sitio que creía que me iba a encantar. Casualmente ese restaurante estaba cerrado aquel día. Así que sugirió que fuéramos a su casa. ¡Venga, te debo esta cena, ya verás que bien cocino, vas a flipar!, me dijo. Yo estaba muerta de hambre después de todo el día y tras no haber comido más que un sándwich en el descanso del mediodía. Era mi colega, no pasaba nada. Nos montamos en su coche, pero de camino a su casa empecé a preocuparme porque el viaje se estaba haciendo demasiado largo, su casa era un chalet bastante apartado de la ciudad.

“No seas tonta, le conoces desde hace tiempo, no tiene sentido rayarse”, pensé. Así que una vez allí, volví a relajarme, mientras examinábamos su extensa colección de películas en el salón. No flipé con la comida, que no pasó de ser una tortilla de patatas pasable, y entre bromas y las lágrimas de la cebolla se me pasó la sensación inicial de desconfianza. Pero se hizo tarde y cuando pedí que me llevase a casa de vuelta, volvió el miedo. Su semblante cambió de forma apenas imperceptible, pero su mirada se transformó en un abrir y cerrar de ojos en hostil y amenazadora. “Yo pensaba que te gustaba…”, me dijo. Se hizo el silencio más incómodo de toda mi vida. “Puedes irte si quieres, pero yo no voy a llevarte a ningún sitio”. Literalmente me cagué de miedo. Le pregunté dónde estaba el baño y allí me encerré a evacuar y a repasar desesperadamente mi agenda del móvil. ¿A quién podía pedir que viniese a recogerme? A mi madre no podía llamarla sin preocuparla. Ninguna amiga que viviese medianamente cerca. Siento decepcionaros, no tenía novio oficialísimo en aquella época. Me acordé de que un chico con el que había salido hacía tiempo trabajaba en un bar que no estaba demasiado lejos de allí. Si con suerte hubiera acabado su turno no le llevaría más de media hora aparecer. Le escribí resumiendo apresurada mi comprometida situación y no tardó en responderme “Venga, pásame dirección”. Salí encogida del baño y mirando al suelo le dije a mi amigo que vendría alguien a buscarme en un rato. No me respondió. No volvió a hablar en todo el tiempo de esa espera que se me hizo interminable aunque, efectivamente, no duró más de media hora.

Sentí un alivio enorme cuando el coche arrancó y nos fuimos de allí. Pero no acaba aquí la historia. Tras contarle con detalle a este chico lo que me había pasado no tardó en empezar a insistir con sorna: “Así que me has utilizado para librarte de otro tío. ¿No te doy pena? Merezco una recompensa por haberte salvado, ¿no?”. Lo que comenzó como una especie de broma se convirtió en un chantaje emocional. Paró el coche, me agarró un brazo e intentó besarme. Me eché hacia atrás: “¿Qué haces, tío?”. “Anda, ¿ni un beso me he ganado?”. Recuerdo con exactitud lo que pensé antes de dejar que me besase y me metiese mano y lo que vino después en el asiento trasero: “al menos recordaré esta noche por un polvo olvidable más y no por una violación imposible de olvidar”. Y es que en el fondo yo también pensaba que le debía sexo a este chico por haberme sacado de una situación peligrosa, al fin y al cabo había recurrido a él porque sabía que le gustaba y que por ello era probable que me ayudase. Era justo que pagase el peaje sexual.

Con mi visión de hoy en día, después de mucho feminismo, sé que no le debía nada a ese chico. Sé que no me acosté con él porque quise, que no me merecía soportarlo por haber sido una “zorra”, que fue él el que se aprovechó de mi situación de vulnerabilidad y del miedo que acababa de pasar. Que no lo había utilizado, que lo llamé por pura supervivencia. Que aunque fuese sexo consentido, ese chico que me salvó de una posible violación era un violador. Sí, si me estás leyendo, eres un maldito violador.



Repasando todo esto me doy cuenta de que yo podría haber sido Nagore, pues he acompañado voluntariamente a más de un depredador a su cueva. También podría haber sido C., la chica violada por cinco “buenos hijos” en Sanfermines, pues he mantenido charlas etílicas con grupos de chicos desconocidos en más de una ocasión porque uno de ellos me hacía tilín. ¿Vosotras no? Sí, yo era muy “ligona”, y un poco “cabra loca” también, y lo grave de todo esto es que todo lo que acabo de confesaros sería considerado casi como antecedentes penales por mi parte si tuviera que enfrentarme a un juicio como víctima de violación. Si yo fuera realmente C., la defensa me hubiese destrozado si conociese mi “historial”, todo esto hubiera sido utilizado en mi contra y pesaría más que las conversaciones de whatsapp de “La Manada” hablando de violar y drogar chicas, sus verdaderos antecedentes penales de robos y agresiones, y que la otra violación múltiple que llevaron a cabo y también grabaron; pues todo eso según la jurisprudencia aplicada no tiene nada que ver con la violación que está siendo juzgada en concreto, pero los hábitos sexuales y sociales de la víctima sí tienen que ver. Kafkiano pero cierto.


No me siento orgullosa de haber sido “promiscua”, no he venido a alardear de liberación sexual (eso dentro del patriarcado es una pura entelequia para cualquier mujer), ni mucho menos. Pero me niego a avergonzarme, sentirme culpable o a pedir perdón por ello. He cometido errores, sí, sobre todo de cálculo. Sinceramente, “desfollaría” si pudiese al setenta por ciento de los tíos con los que he follado, pero no por una cuestión de moral, reputación o dignidad, pues me siento tan digna como la más “casta y pura”; sino por ellos, que eran casi todos unos “mierda” que no se merecían ni un milímetro de mi piel. La cuestión es que estoy harta de que tengamos que comportarnos como la idea hegemónica de “mujer respetable” para ser respetadas. Las mujeres merecemos ser tratadas con respeto y tenemos el básico derecho a no ser violentadas por el simple hecho de ser seres humanos. No puedo evitar que me siga preocupando lo que piense mi madre, pero lo que pudieran pensar los señores del jurado o los tertulianos me tira de un pie. Y creo que es precisamente eso lo que molesta tanto, una mujer completamente liberada de la necesidad de aprobación social, que ya no busca el sello de calidad y feminidad auténtica que los demás, sobre todo si son hombres, deben ponerle. Una mujer realmente independiente de la opinión ajena parece ser más perturbadora para nuestra democracia que la independencia de Cataluña. Sí, yo era “ligona”, muy mucho, y qué, ¿Y QUÉ?