jueves, 27 de abril de 2017

La industria de la violación

Soy miope de solemnidad. No exagero, llevo nueve dioptrías en cada ojo. La borrosidad de mi visión es directamente proporcional a la nitidez del recuerdo de la primera vez que observé el mundo tras mis gafas graduadas. Fue impactante y desconcertante, infinidad de detalles que antes no existían se agolpaban ante mi vista: pliegues, fisuras, todo tipo de texturas, los poros y el vello, lunares y manchas, la letra pequeña, el carmín en los dientes y el moco rebelde en las cavidades nasales... Podía ver todo aquello que hasta el momento había sido invisible para mí. Una experiencia similar es el descubrimiento del feminismo. Cuando te pones las gafas del feminismo, empiezas a distinguir con claridad todas las situaciones de discriminación que sufres como mujer y que antes identificabas como el estado normal de las cosas. La perspectiva feminista cambia completamente el modo de ver todo: las relaciones familiares y de pareja, las relaciones laborales, el sistema educativo y sus contenidos, las produccciones artísticas y culturales, las tradiciones, la historia, las ciencias... TODO. Porque precisamente nada ha quedado fuera de los preceptos organizativos patriarcales. Y cuando por fin una se ha graduado la visión de género, las imposiciones y coacciones del patriarcado son tan chillonas que hacen doler la vista. Una nunca olvida el día que descubrió que vivía en "Patrix".

Sí, ese abrir los ojos duele: duele descubrir que te han subestimado, acotado, excluído o se han burlado de ti sistemáticamente por el hecho de ser mujer, incluso personas a las que quieres o por las que has sentido admiración o aprecio; darte cuenta de que en muchas ocasiones has aceptado esos límites o te los has autoimpuesto de forma desapercibida. Sí, se te pasa toda tu vida por delante y se te agolpan con rabia todos esos episodios que en su momento no identificaste como una injusticia, abuso o discriminación; situaciones que ya habías olvidado o a las que no les habías dado importancia alguna. Repasas la lista de tu ex novios y ¡oh!, sorpresa, casi todos te han chantajeado emocionalmente, controlado tus decisiones e incluso agredido física o sexualmente. Te indignas por la cantidad de tiempo que has malgastado intentando agradar a los demás, preocupándote obsesivamente por el bienestar ajeno, sintiéndote culpable por no preocuparte lo suficiente. Te cabreas porque has caído tú también, tan formada académicamente y tan liberada que te considerabas, en las trampas del culto a la imagen y del amor romántico. Te atormenta la infinidad de veces que has dicho sí cuando hubieras querido decir no. Te alarma lo difícil que te resulta discernir si has decidido hacer algo, lo que sea, porque era lo que realmente querías/ te gustaba o porque era lo que se esperaba de ti. 

Las gafas hiperrealistas del feminismo producen mareos al evidenciar en un golpe de vista todo el machismo y la misoginia que hasta ahora nos pasaban inadvertidos: la brecha salarial, la feminización de la pobreza, la segregación profesional, el acoso laboral, el paternalismo y el mansplaining, la invisibilización de la mujer en la transmisión de la historia, la represión sexual, los cánones patriarcales de belleza, la imposición de los cuidados y del trabajo doméstico como deber femenino, la cosificación, la violencia de género y el feminicidio, la cultura de la violación, la patologización de las emociones, el gaslighting... Despertamos y vemos que hasta el momento lo que nos parecía LO UNIVERSAL era solo LO MASCULINO, y que nuestra posición está subordinada a la de ellos siempre y en todo lugar.

Por eso me llama poderosamente la atención que haya gafas feministas más eficaces que microscopios ante cualquier viso de dominación patriarcal, diligentes lupas para los micromachismos, que no identifiquen la prostitución como una de las más brutales formas de violencia contra la mujer y como la perpetuación a través de la institucionalización económica de la subordinación sexual al hombre, hasta el punto de que haya voces desde dentro del feminismo que la defienden como "trabajo sexual" y hasta como una vía más de empoderamiento. No sé si estoy usando la graduación adecuada, pero yo veo una contradicción insalvable entre denunciar la cultura patriarcal de la violación y ser indulgentes con la industria de la violación que es la prostitución. Cómo es posible que señalemos que las mujeres sufren a menudo violaciones socialmente aceptadas, como cuando hemos mantenido relaciones sexuales con una pareja por un sentimiento de obligación o por no afectar a su autoimagen de virilidad, o como cuando hemos expresado consentimiento pero bajo algún tipo de coacción en el contexto de una relación de poder o situación de vulnerabilidad; y sin embargo sea tan difícil de hacer entender que el putero (ese al que se insiste en nombrar eufemísticamente como cliente o consumidor de prostitución) no es más que un violador socialmente aceptado y la hipérbole de la masculinidad patriarcal. 

Cuando mantenemos relaciones sexuales en un contexto de obligación, sea el que sea, como el de necesidad económica, nos están violando. Como feministas hemos comprendido que dentro de las estructuras de poder del patriarcado y de sus patrones cutlurales, todo hombre es un violador en potencia. Si hemos entendido esto, ¿por qué somos tan permisivas con la conversión de la violación en modelo de negocio? Un putero no es un violador en potencia, es un violador en serie, la cima del ejercicio de poder patriarcal para acceder sin limitaciones a nuestro cuerpo con fines sexuales. Porque no nos engañemos, un putero no paga por un servicio, ni por disponer de nuestro tiempo, como en cualquier otro trabajo: pagar por interrumpir nuestra autonomía para hacer uso sexual de nuestro cuerpo a su antojo. Paga para obtener nuestra sumisión y teatralizar su poder masculino.



Cuando una feminista ha aprendido qué es la sororidad y la ha aprehendido, le aterra que la acusen de competir con otras mujeres o de discriminarlas igual que haría un machista. Lo último que quiere una feminista es reproducir acríticamente comportamientos machistas. El regulacionismo nada y pesca precisamente en la división del feminismo: sacraliza e idealiza la idea de libertad y acusa a quién no comulgue con él de "putófoba", de estigmatizar a las prostitutas, de desempoderarlas por utilizar el término "prostituídas", de culpabilizar y criminalizar a las mujeres que ejercen las prostitución. En el momento histórico en el que vivimos, en el que el matrimonio de conveniencia entre patriarcado y el capitalismo neoliberal atraviesa sus años dorados, las posturas abolicionistas o simplemente críticas con la prostitución son más impopulares que nunca. Hay mucho dinero en juego y el lobby del proxenetismo, mafias incluidas, y sus industrias adyacentes, como la pornográfica, son conscientes de ello, y no han dudado en gastar todo su arsenal en un lavado de imagen internacional del crimen organizado. Se habla de la libertad de ser prostitutas, de putas autónomas y feministas, se glamouriza la prostitución y se centra el discurso en las escorts/prostitución de lujo, se ahonda en la falacia del dinero fácil, se intenta separar interesadamente la trata ejercida por las mafias de la prostitución y sobre todo, se invisibiliza al putero.

Y es que estoy convencida de que existen mujeres que realmente se consideran feministas capaces de defender la prostitución como un opción laboral y vital más porque en el fondo nadie que no haya estado en ese mundo de primera mano sabe de qué está hablando cuando habla de prostitución. Aunque el discurso regulacionista insiste en que las prostitutas son sujetos libres y no objetos y en que son las abolicionistas las que cosifican y deshumanizan a las mujeres que ejercen la prostitución al asumir que todas están siendo sometidas, y hablan de dar voz a las prostitutas; precisamente el problema reside en la omertá reinante acerca de en qué consiste lo que llaman "trabajo sexual", en que sólo se da representación mediática a un perfil muy concreto y minoritario de prostitutas y en la eliminación absoluta del putero de la ecuación. 

Si se hablase de qué piden los puteros, si los testimonios de las supervivientes de la prostitución tuvieran la misma difusión que los de las prostitutas libres que supuestamente se sienten realizadas, si no se obviasen las consecuencias emocionales/psíquicas y físicas y que gran parte de las prostitutas recurre al alcohol y las drogas para hacer su "trabajo" más llevadero, si no se silenciasen los estudios que evidencian que la mayor parte de las prostitutas han sufrido abusos o agresiones sexuales antes de dedicarse a la prostitución y normalmente en edades tempranas, si nos dejásemos de eufemismos y de esos tabúes sexuales que supuestamente denuncian las feministas liberales y hablásemos clara y meridianamente de lo que puede incluir la jornada laboral de una prostituta (tragar semen, que te eyaculen en la cara, que te hagan vestirte de niña o caminar a cuatro patas imitando a un perro, que te introduzcan objetos en el coño, fisting, que te insulten o te escupan para excitarse, que orina y heces entre en juego... sí, las felaciones y el sexo anal palidecen ante la variedad de demandas del sexo patriarcal), sería más difícil banalizar la prostitución y no definirla como lo que es: violación a cambio de dinero. 

Os animo a entrar en cualquiera de los múltiples foros masculinos de Internet en que, bajo el manto del anonimato, los hombres comparten sin tapujos sus experiencias con prostitutas. Tras unos minutos leyendo, ese imaginario de servicio caritativo en el que los hombres van mayoritariamente a los burdeles a contar sus penas a las prostitutas, o son cervatillos asustados que solo pretenden perder la virginidad o el miedo escénico o maridos que buscan el cariño/atención que sus mujeres no les prestan; y comprenderéis que la inocuidad del concepto cliente no se ajusta a la realidad. Los puteros son intrínsecamente misóginos, muchos de ellos sádicos carentes de empatía y que se excitan con el dolor y la humillación ajena, y todos han aprendido desde la cuna a deshumanizar a las mujeres y se consideran en el ejercicio de un supuesto derecho legítimo: el de que las mujeres les proporcionen placer sexual. Por algo se han socializado en el patriarcado. Ellos son los putófobos, los que estigmatizan y cosifican a las putas, los que les preguntan en tono déspota cuánto cuestan como si fuesen productos, los que a menudo intentan sobrepasar los límites consensuados previamente, los que disfrutan ejerciendo su poder, los que regatean el precio o intentan estirar el tiempo pactado, los que siguen adelante aunque les hayan dicho que no, los que catalogan a las mujeres comparándolas con animales, modelos de coche, tipos de comida.

Quien defiende la regularización de la prostitución con el ánimo de mejorar las condiciones laborales de las prostitutas, centrando el problema en la precariedad laboral, peca de ingenuidad o de cinismo. La regularización no quitará el poder absoluto al putero una vez se cierra la puerta tras la que la prostituta se queda sola, no borra el marco de referencia patriarcal, no deja de ser violación y sometimiento, no deja de reproducirse el patrón de que la mujer está para satisfacer sumisamente los deseos y necesidades masculinas. Incluso en el hipotético (más bien "platónico" en el sentido peyorativo de la palabra) caso de que una prostituta ejerciese de forma totalmente libre sería estadísticamente imposible que ninguna de las relaciones sexuales mantenidas durante la jornada de trabajo no fuese forzada por las circunstancias y, por lo tanto, una violación. Sabemos la huella emocional que deja un abuso sexual de cualquier tipo. Calculad cuántos puede llegar a sufrir una prostituta a lo largo de su "vida laboral". Insisto, legitimar la industria de la violación es lo contrario al feminismo. Un mínimo de honestidad intelectual (u honestidad, a secas) pone de manifiesto que la gran demanda de prostitución no se cubriría con esa minoría de "prostitutas libres", y que la regularización y su legitimación aparejada no haría más que aumentar esa demanda, abocando a más mujeres a ser traficadas y esclavizadas.

Por supuesto que todo trabajo asalariado conlleva explotación, y en muchos las trabajadoras y trabajadores exponen su integridad física y emocional y llegan a sufrir maltrato y violencia. Pero en todo empleo hay una línea definida que separa la tarea a realizar de lo que la excede, que diferencia trabajo de acoso, humillación o abuso. En la prostitución, queramos verlo o no, se compra el abuso y sometimiento sexual. Si la masculinidad es reconocida con una situación privilegiada en cualquier contexto dentro del patriarcado, no puede serlo menos en la prostitución, que es intrínsecamente un privilegio masculino. La prostitución exacerba los roles de género, y ahonda además en la explotación de clase y racial y en la transfobia (las prostitutas pobres e inmigrantes son mayoría aplastante y la prostitutas transgénero viven más a menudo situaciones de vejación e intensa violencia física por parte los puteros).

La ideología patriarcal ve la prostitución como un fenómeno natural y por lo tanto, inevitable. No es así, el sexo patriarcal y sus consecuencias son fruto de esa ideología, otro sexo es posible, basado en la reciprocidad, en el respeto y el placer mutuos, en la autonomía y la equidad entre los implicados. No existe un derecho natural a obtener sexo con otras personas, si no encuentras a nadie que espontáneamente quiera mantener relaciones sexuales contigo, existen alternativas para aliviar el impulso sexual que no pasen por violar o comprar mujeres (mastúrbate y ahorra tu dinero y sufrimiento a la humanidad). Y es que la clave está en hacer volar por los aires esos patrones de actuación y de comportamiento sexual patriarcales, sólo de ese modo la demanda desaparecería. En una sociedad no patriarcal no habría cabida para la industria de la violación. Habrá que empezar por sacar a los puteros de su zona de confort y ponerlos bajo las gafas graduadas del feminismo. Señalémoles sin miedo como lo que son: violadores y criminales.


martes, 18 de abril de 2017

Mamá es una mujer

"¡Déjame en paz, pesada!" Seguramente no me equivoque si me atrevo a afirmar que esta es la frase que más escucha una madre a lo largo de toda la etapa de crianza de sus retoños desde que estos tienen uso de razón. Yo se la he dicho mucho a mi madre y todavía se me escapa hoy en día. El concepto patriarcal de maternidad nos hace ver automáticamente a nuestras madres como seres desnaturalizados cuya única razón de existir es precisamente nuestra existencia: son proveedoras oficiales de comida caliente y ropa limpia, máquinas expendedoras de cariño y comprensión a la carta, cuyo botón de encendido apretamos cuando necesitamos que nos escuchen, y que por supuesto deben permanecer hibernando u ocupadas en tareas domésticas a la espera de nuestro próximo requerimiento. 

El modelo de maternidad impuesto por el patriarcado consiste en superponer la condición de madre al resto de las condiciones que conforman nuestra identidad: eres madre antes que mujer o persona, por supuesto antes que ser pensante y sintiente con sus propios deseos y necesidades. Esta idea viene reforzada por el mito del "amor de madre", ese cuento chino que promete que el amor de nuestra "mami" será incondicional hagamos lo que hagamos y la tratemos como la tratemos, que somos y seremos siempre lo que más quiere por encima de sí misma, de su salud tanto física como mental. Nos ha costado, pero muchas y muchos hemos conseguido entender el concepto de violencia machista en toda su complejidad y darnos cuenta de que gran parte de lo que identificábamos anteriormente como "amor romántico  o " amor verdadero" en el ámbito de las relaciones de pareja no era otra cosa que maltrato. Sin embargo, nos cuesta más identificar ese maltrato basado en la falacia del "amor eterno e incondicional" (eminentemente psicológico) en las relaciones materno- filiales. Pero sí, en muchas ocasiones estamos maltratando a nuestras madres y anulándolas como mujeres y como personas sin saberlo. 

Cuando esperamos que nuestra madre lo deje todo en cualquier momento e interrumpa el curso de su vida porque necesitamos su ayuda, cuando exigimos que su paciencia y su ternura sean infinitas, cuando convertirmos nuestros problemas en los suyos, cuando le mandamos callar porque ella no ha leído los mismos libros reveladores ni ha vivido las mismas experiencias liberadoras que nosotras, cuando la tratamos con condescendencia, cuando damos por hecho que ocuparse de las comidas y celebraciones familiares son su responsabilidad hasta que la muerte nos separe, o que nuestros hijos son los suyos, siempre que olvidamos darle las gracias, cuando jamás le preguntamos que es lo que quiere/desea/necesita ella realmente, cuando la llamamos histérica porque nos ha chillado, cuando la juzgamos sin tener en cuenta las circunstancias que haya vivido o sufrido más allá de lo que conocemos de ella, cuando le hacemos chantaje emocional, cuando vemos como una ley natural el "hotel mamá" y la recepción vitalicia de "tuppers"; sí, estamos tratando mal a nuestra madre y estamos siendo machistas.

Una no es del todo feminista hasta que no se da cuenta de que su madre es otra mujer más, que sufre las opresiones y discriminaciones del patriarcado como nosotras, que tiene o le gustaría tener una vida independiente de la nuestra. No somos feministas hasta que no aplicamos el concepto de sororidad que tan bien hemos aprendido a nuestra madre, hasta que no "revisamos nuestros privilegios" con respecto a ella. Tenemos tan interiorizada la maternidad patriarcal que eso nos impide ver a una madre como sujeto del feminismo.


Lorelai y Rory, madre e hija en Las Chicas Gilmore


Es más, tendemos a considerar la maternidad como algo directamente anti-feminista. Sólo existen imágenes maníqueas de las madres: santas sufridoras como la Virgen María que renuncian a todo por su familia o viles suegras culpables de haber reproducido el machismo por malcriar a sus hijos y haber obligado a sus hijas en exclusiva a aprender las tareas del hogar, bellas horneadoras de repostería que trajinan en la cocina maquilladas o fregonas iletradas y desaliñadas, ejecutivas agresivas que externalizan cruelmente la crianza de su prole o fanáticas de la lactancia materna y el colecho hasta la adolescencia. Nadie se para a pensar en la complejidad de la situación personal de cada una y el contexto que la rodea: quizá esa madre que dejó su puesto de trabajo para criar a su bebé no lo hubiese hecho si ese empleo la satisficiera realmente, quizá esa otra que trabaja de sol a sol y no puede ver crecer a su pequeño lo hace porque económicamente no le queda más remedio, quizá la madre que ha optado por el biberón sea capaz de criar a sus hijos con apego y quizá la que da pecho a su hija hasta los dos años sea capaz de establecer límites de espacio y tiempo propio para sí misma. La maternidad es cambiante, está llena de aristas y si es fruto de una decisión completamente libre, puede (y debe) formar parte del activismo feminista.


Betty y Sally Draper, madre e hija en Mad Men

Hay que poner el foco en la corresponsabilidad del trabajo reproductivo (tanto cuidado de hijas/os u otros familiares como las tareas domésticas) y en la clamorosa ausencia de LOS PADRES (SÍ EXISTEN) en el debate social sobre los modelos de crianza. Debe cuestionarse el concepto de "conciliación familiar" por reduccionista y patriarcal y exigirse una conciliación vital: una jornada laboral de menos horas para todas y todos sin rebaja salarial para hacer compatible el desarrollo profesional - si se desea- con la vida privada - la que se desee, sea la que sea. Deben reclamarse cambios que de verdad hagan efectiva la igualdad entre hombres y mujeres, como la ampliación y equiparación de los permisos de maternidad y paternidad o el aborto libre y gratuito. Esa es la forma correcta de luchar contra el modelo de maternidad patriarcal, la presión social que sufren las mujeres para reproducirse y la discriminación que sufren las mujeres por el hecho de ser mujeres y además madres; en lugar de etiquetar y definir a las mujeres con respecto a la maternidad, dividiéndolas y enfrentándolas entre "madres" y "no madres" y entre "buenas madres" y "malas madres".

Empecemos por descubrir que nuestra madre es mujer y persona antes que madre, por tratarla como a una compañera de lucha, por corresponsabilizarnos del hogar si todavía lo compartimos con ella y por responsabilizarnos de nosotras/os mismos/as, por cuidarla también a ella, perdonar sus errores y no juzgarla de antemano. Que deje de ser la última de filipinas, la tonta del bote, esa a la que todo el mundo sin excepción se siente en la obligación de emendar la plana y explicar cómo debe realmente hacer las cosas. Escuchemos qué tiene que decirnos, preocupémonos por saber qué siente y sobre todo, dejemos de desautorizarlas constantemente. Las madres son el gran blanco de la desautorización universal, cualquiera sabe hacer LO QUE SEA mejor que ellas. Pontifiquemos menos y pongámonos más en su lugar. De hecho, algún día podremos ocuparlo, si queremos, no esperemos a ello para darnos cuenta de que nuestra madre quizá prefiera estar haciendo cualquier otra cosa más agradable para ella que "darnos la chapa".