jueves, 14 de noviembre de 2013

"Canis" y conciencia de clase

   El sentido del humor es un reflejo del ingenio y la capacidad intelectual tanto de las sociedades como de los individuos que las forman, pero también puede reflejar sus prejuicios y estereotipos más arraigados. Analizando sobre qué se hacen más habitualmente chistes en cada época o población podemos obtener una nítida radiografía de cuáles son sus colectivos discriminados o peor vistos socialmente. El repertorio ha sido (y es) amplio a lo largo de la historia: chistes de negros, de judíos, de mujeres, de leprosos, de gitanos, de gente de Lepe o de andaluces en general, de gallegos, catalanes y vascos, de homosexuales... En España, un nuevo colectivo ha subido en los últimos años al primer puesto de la lista de chistes recurrentes: los "canis" y "chonis" en cualquiera de sus denominaciones (si los esquimales son conocidos en el mundo entero por los múltiples nombres que tienen para la nieve, los españoles quizá pasemos a la posteridad por la cantidad de nombres que tenemos para referirnos a lo que entendemos por "cani": poqueros, poligoneros, malotes, gañanes... Aquellos que queráis ampliar vuestro vocabulario podéis dirigiros a la mayor fuente de "sabiduría" popular, La Frikipedia, para buscar sinónimos  de "cani" y para encontrar todas las connotaciones peyorativas que conlleva esta palabra ).


   Como comentaba, cada corriente de chistes de estereotipos corresponde a un tipo de odio, fobia o discriminación social: machismo / misoginia, xenofobia y homofobia son las tres principales fuentes de las que beben sus autores (la mayoría anónimos). Entonces, los chistes de "canis" no parecen encajar en este esquema, os diréis a vosotros mismos. Sin embargo, yo creo que sí. Pueden englobarse perfectamente dentro de lo que entendemos por clasismo ("actitud de los que defienden la discriminación por motivos de pertenencia a otra clase social", según la RAE) o prejuicios de clase. Qué tendrán que ver los chascarrillos sobre los "canis" con las clases sociales, si también nos metemos con otras tribus urbanas (góticos y "emos", "hipsters", "indies" o modernos; "heavies", "punks", "rockeros" o "rastafaris"...), si para todas tenemos al menos un par de buenos chistes, os preguntaréis. Pues bien, las diferencias están claras. La calificación de "cani" no se limita a la estética de la persona y al estilo de música que prefiere. Responde, nos guste admitirlo o no, a una pertenencia a determinado sector de la población y a una determinada clase. Por supuesto, lo primero que llama la atención es la superficie (las marcas de ropa que escogen, los grupos musicales que escuchan, los complementos que utilizan, los tipos de coche o mascotas que se compran...). Pero si ahora os preguntase en qué zonas viven o dónde soléis encontraros a los "canis" cerca de vuestro lugar de residencia, me señalaríais sin dudar barrios enteros concretos. Y esto es porque aquellos a los que calificáis de "cani" son en su inmensa mayoría (por no decir su totalidad) de origen humilde, vienen de familias obreras, o lo que es lo mismo que decir la clase trabajadora o proletaria. Si hay algún "cani" burgués (véase Cristiano Ronaldo o David Bisbal), es porque se ha convertido en uno con el tiempo, haciendo fortuna debido a algún tipo de talento (artístico, deportivo...) o a su trabajo. Eso que llamamos "nuevos ricos". Pero su origen sigue siendo el mismo. Obrero. Y los obreros suelen vivir, valga la redundancia, en barrios obreros, que conocemos como periféricos o el extrarradio, sin más. El resto de las tribus urbanas pueden pertenecer a cualquier clase social y vivir en cualquier barrio. 

   Por otra parte, al "cani" se le presupone una forma de ser que no se le supone al resto de tribus urbanas. Cuando decís "cani" también queréis decir persona con poca o ninguna cultura general, en ocasiones incluso analfabeta, que ha experimentado el fracaso escolar y que además no muestra interés en trabajar, es vaga en sí misma. No sabemos si los góticos o los "hipsters" son muy trabajadores o poco, ni conocemos su nivel medio de formación. Pero en cuanto a los "canis" lo tenemos clarísimo. Son parásitos, chusma inactiva. Lo que hemos dado en llamar "Ni-Nis" (ni estudian, ni trabajan). Ojo, no todos los "Ni-Nis" son "canis", cualquier joven de cualquier procedencia puede haber abandonado sus estudios y no estar buscando un empleo, pero en nuestra concepción general, TODOS los "canis" son "Ni-Nis". Y si no lo son, tienen un trabajo de "cani". Con esto nos referimos a trabajos poco cualificados: camareros, peluqueras, reponedores o cajeras de supermercado... Ojo otra vez, no consideramos "canis" a todos los que desempeñan este tipo de labores, pero no se nos pasa por la cabeza que un "cani" pueda querer acceder siquiera a otra clase de profesión. ¿Un abogado con peinado "cenicero"? ¿Un médico con chandal y "oros"? ¡Ni de coña! 

   No hay duda de que la palabra es de por sí despectiva. Y es que los "canis" no le gustan a nadie, por lo visto. Ninguna otra tribu urbana despierta un odio tan unánime y pasional, excepto los "perroflautas" entre las personas mayores y conservadoras, y resulta que estos también son en su mayoría pobres. Pero de los de pedir, y esto, claro está, resulta mucho más molesto. Puede que nos riamos de los pijos por sus mocasines de colores y sus jerseys por los hombros (está quizá sea la tribu que después de "canis" y "perroflautas" despierta más resquemores, y justamente es por otro enfrentamiento de clase, ya que los "pijos" suelen ser todos de clase "media-alta", pues para pagar los "cocodrilos" y los "jugadores de polo a caballo" hace falta "parné"), o de los "emos" por su tendencia a dramatizar, o del "postureo" de los hipsters; pero si hay un colectivo que TODOS rechazamos de antemano, independientemente de nuestro origen, gustos o estética, son los "canis". Una buena forma de comprobar si estoy en lo cierto o no, es echar un vistazo a las redes sociales. Me he permitido buscar en Twitter palabras como "cani", "choni" y "poquero" y mirad lo que me he encontrado. 



    Una elocuente muestra de que sí, se les asocia a barrios concretos, se hace incluso distinción entre ellos y las personas normales, se les considera "vagos y maleantes" (sacando a relucir la ley franquista) y maleducados (no saben hablar ni escribir con corrección) y se llega a desear su muerte o exterminio (aludiendo a la selección natural cuál brillantes darwinistas sociales en la línea del nazismo). No sólo son las prendas que se ponen o los géneros musicales que escuchan aquello de lo que hacemos burla. Porque hay que dejar claro que todo esto se suele decir en broma, ¿o no?

   Pero no he venido aquí hoy a redactar un J'acusse en defensa de los "canis" como hizo Zola en su día en defensa de los judíos. No se encarcela a nadie por ser "cani". Lo que quiero es determinar la causa de esta estigmatización y a qué se debe este creciente rechazo y focalización de la mofa y befa de nuestro país en este grupo social.


   Si echamos un vistazo a la televisión, podemos encontrar este estereotipo copando gran parte de la programación de los canales generalistas. Lo primero que se nos viene a la cabeza son los reality shows, desde los clásicos como Gran Hermano hasta los híbridos más modernos como Mujeres, Hombres y Viceversa; Hermano Mayor o Gandía Shore. Están plagados de "canis", y no sabemos si es porque son ellos los que más se presentan como participantes o porque es un requisito de selección. Pero en los magacines y programas de reportajes también encontramos nuestra buena dosis de "canis": Belén Esteban, "la princesa del pueblo", en Sálvame, es su máximo exponente; junto a los retratos esperpénticos de barriadas y polígonos con los que les gusta regalarnos a los de Callejeros. La ficción tampoco está exenta de su ración de "canismo": la Juani de Médico de Familia fue la precursora de Manos a la obra (¡Manolo y Benito Corporeison!), Los Serrano, Yo soy Bea, Aquí no hay quien viva / La que se avecina... pero, sin duda, la joya de la corona es Aída. Lo tiene todo. Cualquier estereotipo peyorativo sobre la clase trabajadora de los barrios periféricos (representados por este Macondo de viviendas sociales conocido como Esperanza Sur) lo encontraréis en esta serie de televisión. Cualquiera. A saber:


- Aída: Madre divorciada y desdoblada entre las labores del hogar y las labores de los hogares de los demás, porque, como no podía ser de otra manera, trabaja como limpiadora (como "chacha", si nos atenemos a la nomenclatura despectiva que se exhibe en la serie). Para más inri es inculta y simplona y siempre está en celo porque no encuentra varón para un "apaño".


- La Lore: hija adolescente "choni", ligera de cascos y muy corta de luces que abandona sus estudios para participar en Gran Hermano. Sólo piensa en sexo y diversión (sinónimo de discotecas, alcohol y...claro, sexo otra vez). 


- El Jonathan: El hijo delincuente juvenil/ pandillero. Lo que entendemos por gamberro.


- El Luisma: El hermano (ex)yonqui descerebrado y sus amigos (ex)yonquis descerebrados. No piensa buscarse un trabajo ni falta que le hace. Lo que entendemos por vividor. De poca monta, eso sí.


- La madre de Aída: ex-actriz de variedades, obesa por pura insatisfacción, comedora compulsiva que hace gala de una total falta de autocontrol y de un egoísmo y mezquindad sin límites.


- Paz: Una vecina prostituta.


- Macu: La paleta que llega del pueblo a vivir a la ciudad, por supuesto, "más bruta que un arado". Igual de "facilona" que la Lore.


- Mauricio: el dueño del bar más concurrido del barrio y "facha" mayor del reino (machista, racista, franquista...). También es lo más parecido a un capitalista que se puede encontrar en Esperanza Sur, porque tiene un mísero bar, lo que le faculta para considerarse "empresario" e intentar explotar y sacar beneficio de todo el que se le ponga por delante.


- Machupichu (¿alguien sabe como se llama?): el inmigrante sumiso.


- Fidel: el único personaje de Aída con inteligencia y amplia cultura general. Por eso mismo aparece estigmatizado como pedante, pomposo e insoportable. Querer saber en un barrio de clase baja es pecado. Además es gay, otro pecado. "Puritita" carne de "bullying".


- Aidita: nieta rechoncha y "chapona" de Aída. Otra "sabionda" como Fidel. Más carne de "bulliyng" para el asador.


  En general, lo que sacamos en conclusión de una de las series de mayor audiencia emitidas en España es que la clase trabajadora de los barrios humildes tiende a guiarse sólo por sus instintos, no sólo de supervivencia (llegar a fin de mes como sea, alimentar a su familia), sino también sexuales (no es casualidad que el único personaje femenino de la serie que no está "salido" se dedique precisamente a la prostitución) y otros vicios (gula, drogas...). El proletariado lleva asociándose así desde 2005 en el prime-time de los domingos directamente a la marginalidad y a la picaresca, cuando no a la delincuencia, y a la ausencia de formación y un empleo digno y de interés por los mismos. Lo que es lo mismo que decir que si no prosperan es porque o no están capacitados para ello, o no les da la gana. O lo que es lo mismo que decir que se aprovechan de los subsidios y la caridad y que no son en absoluto productivos para el Estado. Escoria, en una palabra. Lastre que soltar. Por algo "barriobajero" es un insulto.


   Claro que este cargar las tintas en las clases más bajas de la sociedad no es sólo cosa de los medios de comunicación y el "entertainment". Y no proviene de ellos. Preguntémonos a quién señalan los políticos y empresarios cuando dicen que hemos vivido por encima de "nuestras posibilidades", que el dinero de las pensiones y prestaciones sociales "se gastan en pantallas de plasma", que hay que recuperar la "cultura del esfuerzo", que debemos pensar más en nuestros deberes que en nuestros derechos y trabajar como "chinos en un bazar" si queremos salir de la crisis algún día. Se refieren a aquellos que con un trabajo de asalariados osaron viajar en sus vacaciones, comprarse casa y coche, disfrutar de la cultura y las nuevas tecnologías o conseguir que sus hijos accediesen a estudios universitarios. La percepción de que tenían más de lo que se merecían, acorde a su papel social, es la excusa perfecta para todos los recortes en servicios públicos y derechos del trabajador que permitan al sector privado campar a sus anchas. Su justificación sociopolítica e incluso moral: hay que frenar la plaga de parásitos irresponsables que nos ha llevado a la situación económica en la que nos encontramos.


   Este fenómeno lo describe de maravilla el que debería ser ya un libro de cabecera para todo el que quiera entender lo que está pasando: "Chavs, la demonización de la clase obrera", escrito por el británico Owen Jones y publicado en España por la editorial Capitán Swing. Para que os hagáis una idea, los "chavs" ("chavettes" en femenino) serían los "canis" en Gran Bretaña. Es la palabra que usan coloquialmente para referirse a los jóvenes de las viviendas de protección oficial, que tienen un acento y apariencia concretas. Como aquí, son objeto de escarnio en la televisión y en Internet, con el mismo estereotipo de desempleados y pensionistas crónicos, de baja catadura moral y también bajo coeficiente intelectual, potenciales delincuentes y adolescentes embarazadas que salen de familias desestructuradas y/o disfuncionales. Owen explica cómo "este concepto es en realidad una manera oblicua de definir al conjunto de la clase trabajadora y responsabilizar a los pobres de ser pobres". Como apuntábamos antes, en plena crisis económica mundial, la justificación cae del cielo. La pobreza no se debe a los problemas macroeconómicos y estructurales, a las limitaciones del "sacrosanto" libre mercado o a las decisiones y comportamientos de las clases poderosas, sino a los defectos de los ciudadanos que la sufren: a sus hogares dislocados, a su falta de ambición y sacrificio y a su escasa capacidad intelectual.  


   También nos cuenta cómo en Gran Bretaña el término “chavs” se aplica como si de un concepto sociológico se tratase, aunque que nadie puede decir con exactitud qué significa. El diccionario de Oxford por Internet define al “chav” como “un joven de clase baja, de conducta estridente que viste ropa de marca, auténtica o de imitación”. Otro diccionario de 2005 los define como “joven de clase trabajadora que se viste con ropa deportiva”. Extraoficialmente, a modo de chasquarrillo, se dice que es un acrónimo de “Council Housed and Violent” (Habitante de Casas Municipales y Violento). En un libro satírico que fue best-seller en el Reino Unido, "The Little book of Chavs", se llegan a identificar los que se consideran como típicos trabajos “chavs”. La “chavette” es una aprendiz de peluquería, limpiadora o camarera mientras que los hombres son guardias de seguridad o mecánicos. Según el libro, “chavs” de ambos sexos suelen ser cajeros en los supermercados o empleados de hamburgueserías. ¿Os suena de algo?


   Pero lo interesante del libro de Owen es que nos cuenta paso a paso cómo se ha llegado hasta aquí. La era del neoliberalismo, inaugurada por Margaret Thatcher con una drástica desindustrialización en los años 80, marcaron el triunfo de un individualismo que hundió el sistema de valores solidarios de la clase trabajadora. Los ataques de Thatcher a los sindicatos y a la industria asestaron un duro golpe a la vieja clase obrera industrial. Los trabajos bien pagados, seguros y cualificados de los que la gente estaba orgullosa, y que habían significado el eje identitario de la clase obrera, fueron erradicados. Apelando a la falacia de la responsabilidad individual como ascensor en la escala social, sentó las bases de la actual "ley del más fuerte". “El objetivo era acabar con la clase obrera como fuerza política y económica en la sociedad, reemplazándola por un conjunto de individuos o emprendedores que compiten entre sí por su propio interés”, escribe Jones. El libro analiza y muestra, de este modo, como el odio a los "chavs" no es un fenómeno aislado. Es, en gran parte, producto de una sociedad con profundas desigualdades.

   Owen pone de manifiesto cómo el estereotipo ha contribuído a justificar el ajuste fiscal de la coalición entre conservadores y liberales que lidera el primer ministro David Cameron, que en uno de sus discursos pronunció lo siguiente: “¿Por qué esta rota nuestra sociedad? Porque el Estado creció demasiado, hizo demasiado y minó la responsabilidad personal” (alumno aventajado del thatcherismo, "isn't it?"). Este tipo de cosmovisión ha servido de trampolín también para absurdas propuestas reaccionarias de limpieza social. En 2008, un concejal "torie", John Ward, propuso la esterilización obligatoria de las personas que tuvieran un segundo o tercer hijo mientras cobraban beneficios sociales, medida apoyada con entusiasmo por los lectores del periódico del ala derecha Daily Mail, horrorizados ante los "aprovechados y sinvergüenzas que están hundiendo el país”.

   Supongo que en estos momentos los chistes sobre "canis" o las series como Aída ya no os parecerán tan graciosos. Al menos a mí no me lo parecen. Y si antes me lo parecían es debido a otro de los mitos del capitalismo salvaje, ese del que tanto habéis oído hablar, el de que "todos somos clase media" (todos los que no llegamos a ser directores de una gran multinacional y a poseer un yate de más de ocho metros de eslora, pero que tampoco somos pobres de solemnidad). Es decir, desde profesores, enfermeros, funcionarios, periodistas, farmacéuticos, autónomos, taxistas... a las profesiones más propiamente asimiladas a la clase obrera (operarios, mineros, albañiles...). Precisamente, el hecho de que se asimile la clase más baja al grupo social de los "canis" y que nos riamos de ellos por verlos tan ajenos a nuestras circunstancias y comportamientos, contribuye a que nos traguemos el cuento de que somos clase media. ¡Cómo vamos a ser del proletariado, si vestimos con gusto y tenemos una gran sensibilidad cultural e incluso artística! Pues lo somos, porque el trabajo de las profesiones liberales y/o cualificado es hoy tan precario como el menos cualificado, lo somos porque casi todos tenemos contratos temporales con sueldos irrisorios, si tenemos alguno. Si un periodista o un comercial tiene las mismas condiciones laborales y productivas que un camarero o una peluquera, significa que pertenece a su mismo extracto social, es un obrero, un asalariado, clase trabajadora en definitiva, esté sentado frente a un ordenador Mac o lleve traje durante su jornada. 

   Cada vez que nos reímos de esos chistes o discurrimos otros nuevos, cada vez que caemos en el estereotipo de clase y utilizamos palabras como "verdulera" o expresiones como "es de pobres" para menospreciar, actuamos como cómplices de aquellos interesados en convertir el trabajo digno en esclavitud. Es este cinismo el que explica fenómenos como que las clases más pobres voten a la derecha. Que un hijo de obrero que ha estudiado ingeniería, que tú, o que yo, despreciemos y nos sintamos superiores a un albañil o a una peluquera, y que estos a su vez se quejen, por ejemplo, de que los barrenderos se hayan puesto en huelga o de que los funcionarios cobran demasiado para "lo poco que hacen" es la gran victoria del capitalismo: los trabajadores odiándose entre ellos y olvidando su trascendencia y poder social si se unen, es decir, el caldo de cultivo perfecto para reducirlos a simples instrumentos del capital sin ningún margen de acción reivindicativa. Porque si tenemos (o tuvimos) fines de semana, vacaciones, derecho a huelga, a organizarnos, a cobrar una baja si nos ponemos enfermos, días de asuntos propios, salarios, subsidio de desempleo y pensiones de jubilación, es porque esas personas con mono y carné de sindicato que ahora ninguneamos consiguieron todas esas cosas a base de protestar y resistir. Y si ahora las estamos perdiendo es en gran parte porque consideramos que la clase trabajadora no vale nada o que directamente está desapareciendo. Que hayamos perdido la conciencia de clase no significa que las clases ya no existan. Por algo fue el magnate norteamericano Warren Buffett el que dijo: "Por supuesto que existe la lucha de clases, y somos los ricos los que vamos ganando".

P.D.: Cuando estaba en primero de Bachillerato mi profesor de Historia del Mundo Contemporáneo, sorprendido por mi alto nivel de conocimientos históricos y por los libros que me veía leer, me preguntó a qué se dedicaban mis padres, esperando, supongo, que le dijese que eran profesores universitarios o algo por el estilo. Cuando le dije que mi padre era marinero y mi madre ama de casa, abrió mucho los ojos y sólo me dijo, "Pues vaya mérito tienes". Creo que fue ese día en el que empecé a rumiar todo esto que he escrito hoy.

viernes, 8 de noviembre de 2013

No soy una lata de Coca-Cola

   La última campaña de Coca-Cola ha causado furor. Sus creativos han tenido la brillante idea de imprimir nombres propios de persona en las latas. Pero eso ya lo sabéis, porque la mayoría de vosotros ya habéis fotografíado la lata con vuestro nombre o la de alguno de vuestros conocidos, y por supuesto la habéis compartido en Twitter o Facebook o se la habéis enviado a alguien por Whatsapp. Algunos hasta la habéis guardado para la posteridad (espero que previa desinfección bacteriana). Lo sabéis porque muchos ya no compráis Coca-Cola sin escoger primero la que lleve el nombre que queréis. Incluso ha trascendido en los medios de comunicación que ha habido problemas con los reponedores de los supermercados porque muchas personas se dedican a romper los packs de plástico y a desbaratar las estanterías en busca del ansiado nombre. Y si no habéis hecho nada de esto, lo sabéis porque no os ha quedado más remedio que ver vuestro muro de Facebook o el timeline de vuestra cuenta de Twitter salpicado de dedicatorias con foto de lata de Coca-Cola. Vamos, que nadie se ha librado de que le den la lata.

   Aunque Coca-Cola se ha limitado a buscar en los datos del Instituto Nacional de Estadística los 122 nombres más comunes puestos en España, ha logrado crear la sensación entre sus consumidores de que las latas están personalizadas. Llevan TU nombre. Sí, el tuyo y el de miles de personas más. Lo sentimos, no eres especial ni único. Además, bebes Coca-Cola, al igual que el 70% de la población. Enhorabuena.

   La cuestión es que esta campaña me ha llevado a reflexionar sobre el hecho de que estamos tan acostumbrados a que nos cosifiquen, a que nos cataloguen simplemente como potenciales consumidores, productores o simples productos, que no sólo lo vemos normal, sino hasta positivo. El entusiasmo generalizado que ha levantado esta estrategia publicitaria es sólo una prueba de ello. Que Coca-Cola "bautice" sus latas con tu nombre no es sinónimo de que se preocupe por ti o tu bienestar, si lo hiciese, quizá comercializaría bebidas más sanas o mejoraría sus prácticas ambientales. Sin embargo, llevamos décadas adoptando de forma acrítica a las marcas como una parte de nuestra identidad. ¿Cuántas veces habéis oído eso de "Yo soy de Coca-Cola" o "Yo soy de Pepsi", "Yo soy de Colacao" o "Yo soy de Nesquik" o incluso discusiones acaloradas sobre cuál de ellos sabe mejor? Lo mismo pasa con otros binomios como McDonalds y Burguer King o Apple y Microsoft. De hecho, Apple es el mejor ejemplo de lo que podríamos llamar "patriotismo o hooliganismo de marca" (no confundir con el hooliganismo de Marca, el periódico deportivo :P). 

   Alrededor de los productos de la empresa fundada por Steve Jobs se ha creado todo un culto, y sus usuarios son mucho más que eso, son "applemaníacos", verdaderos adeptos que no se pierden ninguno de sus gadgets ni de los nuevos modelos de los mismos, por muy caros que resulten o por muy pronto que salga a la venta su siguiente versión. Son capaces de hacer religiosamente colas de días por comprarse un iPhone y gastan gran parte de su energía en pontificar sobre las bondades y ventajas de todos los productos de la manzanita, tanto a sus amigos en persona como a través de la red, y sin necesidad de que se les pregunte siquiera. Para comprobar el fanatismo similar al religioso que provoca Apple, sólo tenéis que pasaros por los múltiples foros dedicados a la empresa que pueblan Internet, o acudir a la presentación de uno de sus nuevos, mágicos y secretísimos productos (imagínaos una gran masa de gente empujándose para intentar fotografiar con su iPad o iPhone un reluciente MacBook alojado en una vitrina... una escena tan extraña como cotidiana hoy en día). La identificación con la marca es total y absoluta, "son de Apple" como son de su equipo de fútbol o de su lugar de nacimiento. Para toda la vida. Como si de una religión se tratase. La única diferencia es que su profeta, Steve Jobs, trasunto de Jesucristo o Mahoma, no ha resucitado al tercer día ni realizado ningún milagro (aunque haber logrado convencer a millones de personas en todo el mundo y de todas las clases sociales de que deben gastarse varios cientos de euros en un teléfono móvil podría considerarse milagroso).

   La publicidad es el arma perfecta que utiliza el capitalismo para lograr que nos identifiquemos con sus productos. No es ningún secreto que desde que el negocio publicitario existe, este ha logrado ir apropiándose incluso de todos los elementos subversivos, contraculturales o abiertamente anticapitalistas, para construir un discurso comercial que se considerase no sólo aceptable, sino admirable. De este modo, los lemas revolucionarios se convierten en eslóganes, y los iconos revolucionarios en iconos pop. Por eso las zapatillas de Nike se han promocionado con palabras del escritor de la Generación Beat William Burroughs, por eso consideramos hippies las furgonetas de Volkswagen, o por eso podemos comprar camisetas del Che, del festival de Woodstock o de cualquier banda contestataria de punk-rock en Zara y H&M. No hace falta remontarse a la época de los 60, década de explosión contracultural, para encontrar claros ejemplos de este método publicitario. Está la "Era Acuario" de Aquarius, la "República Independiente de Tu Casa" de Ikea o aquella desafortunada campaña de MoviStar (Telefónica) con el slogan "Compartida la vida es más", que imitaba el movimiento asambleario del 15-M para presentar sus servicios como democráticos y hacer ver que sus nuevas tarifas estaban "hechas entre todos". Es tan habitual que el mundo corporativo y empresarial usurpe el ideario político y sus reivindicaciones que en el mayoría de ocasiones ni nos percatamos de ello. (En el caso concreto de la campaña de MoviStar, el 15-M sí se dio cuenta de la manipulación perpetrada sobre su espíritu asambleario, y le devolvió el golpe a Telefónica "mejorando" su anuncio sobre SMS gratuitos: http://www.youtube.com/watch?v=Z9fagh8RA70).

   Pero la relación de las personas y la sociedad con las marcas y las empresas es un viaje de dos direcciones. No sólo es que las multinacionales se apropien de nuestros nombres, nuestro lenguaje o nuestros ideales, es que han conseguido que las personas adoptemos sus nombres, su lenguajes y sus ideales (en este caso más bien objetivos comerciales cuantificados) como propios. Y esto va mucho más allá de ponernos siempre la misma marca de vaqueros o tomar siempre la misma marca de bebida. Nos han convertido a nosotros en productos con marca. No sé si habéis oído hablar del branding personal o marketing personal. Según esta nueva "disciplina" comercial, cada individuo como profesional es una empresa unipersonal que debe proyectar una imagen positiva de sus cualidades y capacidades a través de una estrategia de comunicación de las mismas, para posicionarse así de forma preferente en el mercado laboral. Lo que los gurús del coaching llaman marca personal sustituye a nuestra personalidad o a nuestra reputación, nuestro trabajo deja de ser un derecho para pasar a ser un producto que ofrecemos para satisfacer las necesidades de otros, y dejamos de expresarnos o dialogar para llevar a cabo estrategias comunicativas. En definitiva, debemos diferenciarnos y ponernos en valor a través de nuestra marca personal para sobrevivir en la jungla de la competitividad extrema y la precariedad laboral, al igual que cualquier producto o servicio en un mercado saturado de oferta. Vendernos a nosotros mismos, hablando en plata. Tan cosificados estamos que las expresiones más habituales que utilizamos todos para referirnos al conjunto de trabajadores de una empresa son recursos humanos o capital humano. Y tan anchos nos quedamos.

   No hay duda de que el lenguaje corporativo y comercial ha invadido todos los ámbitos de nuestro comportamiento, hasta el punto de que gestionamos emociones y conflictos, hacemos balance del año en términos de beneficios y pérdidas, invertimos en nuestro futuro o en nuestra salud y más que ser felices lo que buscamos es mejorar nuestra calidad de vida.

   Esta asimilación de las personas con los productos no se da sólo a nivel individual. El súmmun de este fenónemo es la creación de la Marca España por parte del actual Gobierno del PP como política de Estado dependiente del Ministerio de Exteriores. De hecho, se creó un cargo y órgano especial para dirigir esta política, el Alto Comisionado para la Marca España. Sí, oficialmente España, y con ella todos sus ciudadanos, es un producto con marca que hay que vender dentro y fuera de nuestras fronteras. La Marca España se ha creado en base a que "una buena imagen de país es un activo que sirve para respaldar la posición internacional de un Estado" y a que "el planteamiento de la Marca debe primar los términos económicos, coadyuvando a la recuperación del crecimiento y el empleo". Hablando "como Dios manda" (como tanto le gusta a Mariano Rajoy) de lo que se trata es de promocionar España para atraer inversión extranjera y turistas. Quizá si se invirtiera más en I+D y en educación y ciencia, no habría que gastar tanto en publicidad y relaciones públicas para proyectar una imagen positiva de nuestro país. Esta imagen de España se quiere imponer sobre la realidad de España, y nuestros propios gobernantes han llegado a increparnos porque nuestras manifestaciones y reivindicaciones contra los recortes y medidas injustas adoptadas por el Ejecutivo afectan negativamente a la marca del país. De este modo, la idea de un país presentado como producto que hay que vender choca frontalmente con la idea de democracia. 

   En general, la cosificación de las personas y la personalización de las cosas, así como la intrusión de la estrategia empresarial en el ámbito sociopolítico, son incompatibles con un sistema democrático, donde las decisiones no las toma un directivo y donde el bien común no se puede medir con un libro de contabilidad. Porque las latas de Coca-Cola no tienen derecho a voto, ni libertad de expresión, no se organizan ni se reúnen, ni protestan, yo no soy ni quiero ser una lata de Coca-Cola.